Basta ya de decir que no te gustan los Oscar.
Sí, en el año 2020 aún se es libre de ejercer como cinéfilo pedante. No obstante, es un hecho que sin los premios de la Academia sería inexplicable la cantidad de buen cine a nivel comercial que nos brindan los meses del invierno.
Aún así, no dejaríamos de equivocarnos si metiésemos en ese amplio saco a 1917 (Sam Mendes, 2019). Mucho más allá de una mera intersección casual entre una película buena y una taquillera, estamos ante una cinta paradigmática del cine bélico.
El
film narra algo tan sencillo como dos soldados del ejército británico
haciendo todo lo posible para cumplir una orden encomendada por sus
superiores. Confiados con valiosa información sobre las líneas de frente
alemanas, habrán de difundirla hasta otra unidad en estado de
incomunicación y conflicto total en la Francia de la Primera Guerra
Mundial. Para ello, se verán obligados a pasar por las penurias de la
artillería, el hambre, las ratas, y sobre todo de la sangre.
¿Superproducción? Sí.

Cada
una de las trincheras recreadas, de las aldeas y pueblos destruidos, de
los alambres de espino, y un largo etcétera, nos recuerdan la cómoda
situación económica que disfrutó la realización del metraje.
A nadie le sorprenderá que Sam Mendes tenga dinero, espero. Con una filmografía que acoge títulos como American Beauty, Road to Perdition o Jarhead, yo diría que está más que bien merecido.
Lo
que sí puede resultarle una sorpresa a más de uno es que ese dinero y
ese talento se utilicen para el bien. Pero, ¿qué significa esto?
Está
claro que volviendo sobre las líneas del argumento, este filme no se
diferencia en nada de cualquier otro del género bélico. Pero en este
caso lo importante no es el “qué”, sino el “cómo”, que se transforma a
su vez en un “qué” de manera propia.
No lo mencioné antes, pero la película es una one-shot.
Una toma.
Un disparo.
Hay
quien no le da a esto la importancia que tiene. Sin embargo, el hecho
de que en un solo plano se condensen todos los sufrimientos de la línea
Hindenburg dota a lo que vemos de un estoicismo que hiela el alma a los
serenos

La
pantalla apela a los comedidos, a los sobrios. Sin duda llega antes al
veterano de guerra lisiado que al estudiante de Historia.
¿Pero cómo? ¿Y en 1917?
Sí. Efectivamente una fecha decisiva.
El
año 1917 marca la primera intervención de los Estados Unidos de América
en un conflicto europeo a gran escala, iniciando así una nueva relación
histórica entre ambos continentes. En él tiene lugar, además, la
revolución que llevaría al establecimiento del primer país comunista del
planeta. Algunos llegan a situar en esta fecha el fin de un largo siglo
XIX, que habría comenzado con la Revolución francesa, comenzando aquí
el verdadero siglo XX.

Lenin hablaba de siglos que duran días y de días que duran siglos, ¡pero eso es así solo cuando se camina de espaldas!
¡Masturbaciones
mentales de aquellos que en sus frías sillas de liceo, en medio de la
paz, bucean los libros, esperando ver una película donde peleen
juguetitos que ellos entiendan!
¿Lenta, aburrida e intrascendente?
Sí, ¡si no te vale la vida del hombre!
Sí,
si buscas el espectáculo de lo argumental antes que la experiencia,
pues está bastante claro que gozamos de una película que se caga en eso
de que “en el cine durante dos horas los problemas son de otro”.
Con el one-shot,
Sam Mendes aprovecha para realizar un tratado sobre la verdadera
naturaleza del tiempo, no solo del soldado, sino del protagonista de la
historia. Con todo, a veces se nos olvida que este último no es más que
el protagonista de su propia vida.
Para hacer esto desoye a los cantores imperantes, llevados a la idolatría de maestros.
Rechaza la poesía de esos intensos planos kubrickianos de fusilados y fusileros en ese manifiesto que es Senderos de gloria, al igual que el jolgorio de Full Metal Jacket con la canción Surfin’ Bird.
Prefiere, igualmente, arrancarse los tímpanos antes que escuchar al
Wagner con que Coppola ametralla a más y más vietnamitas en Apocalypse Now.
Atiende más bien a los consejos de Aristóteles y los antiguos.

Se
conciencia de que solamente a través del uso de las unidades clásicas,
el cine, cristalino arte de los reflejos, podrá ser fiel a la verdad.
La limpia hoja de la cámara deberá cortar, y no contar, los hechos.
La
vida, la existencia, la historia —llámalo como quieras—, es una
ininterrumpida toma desde diferentes objetivos. En ella, el tiempo es un
continuo al igual que lugar. El camino, ese constante estar ahí donde
ocurren las cosas.
Con esta firmeza en lo real, Mendes consigue
una de las obras bélicas más pulcras y neutras del séptimo arte,
equidistante tanto de panfletos pacifistas como de idealizaciones
chovinistas.

La
total identificación del metraje con una orden militar venida desde muy
arriba hace de la misión la razón de ser de las acciones de los
personajes. Esa obediencia ciega en la disciplina castrense evoca en
última instancia a prolongar el statu quo de las hostilidades y las injusticias.
En la película no encontraremos receta alguna para evitar su repetición.
De poco sirve revivir para morir.