jueves, 31 de octubre de 2019

«Arrebato»: el cine como droga, y la droga como religión


A veces yo me enfado con el cine. Intento no hacerlo, lo quiero mucho. Pero sencillamente tiene algunas cosas que son imperdonables. 

Intentaré no pasarme con él. Es más, haré lo posible por ser justo.

No voy a entrar, por ello, en lo caro que se ha vuelto pasar a darle una visita en comparación con antes. Tampoco me referiré –aunque bien me gustaría– a ese cuantioso número de personas que trabajan en él como quien graba el jardín de su casa en un día de nevada. No diré nada de estas cosas, porque la razón me alcanza para ver que no es culpa suya. 

Pero me sé injusto.

Entre todas de esas cosas que no son culpa suya hay una que, no obstante, es demasiado grave. La rabia me obliga a buscar un culpable, a culparle a él. 

Al cine no le perdono que haya llegado tan tarde. No puedo absolverlo de su juventud.

Al igual que la literatura, la escultura o la pintura tienen sus iconos, a los cuales les rezamos, el cine fue dado a luz en un momento diferente. No nos va mucho eso de rezar ahora, ni en el arte ni fuera. Esto no es siempre un acierto, pues alguna de las obras que nos ha brindado el séptimo arte bien merecerían una posición genuflexa de nuestra parte.

 

De la misma manera que se nos enseña y llena desde niños de la épica de magnas creaciones como el David de Miguel Ángel o el Quijote de Cervantes, con el cine no ocurre esto. Habiendo nacido en la época que más acelerada se percibe a sí misma, muchas de sus imágenes han pasado ante nuestros ojos con una velocidad que no nos ha dejado mirar dos veces. Es por esto, me digo, que aún desconocemos sus iconos. 

Entre muchas de esas cintas que esperan a ser desenterradas para ver la luz está Arrebato, película española dirigida por Iván Zulueta y estrenada en 1980.

Intentar explicar brevemente de qué trata la película sería intentar explicar brevemente de qué trata el cine. Pero hagamos un esfuerzo.

El filme sigue la vida de José Sirgado, un director de cine profundamente frustrado con la profesión y atrapado en el pasado de una relación amorosa que nunca fue a ninguna parte. Al borde del suicidio y con una progresiva adicción a la heroína, conoce a Pedro, un excéntrico ermitaño obsesionado con encontrar la esencia del cine. A raíz de este encuentro, José irá dando un sentido a su vida, pero esta, a la vez, se acercará a su fin.

Así recitado tampoco parece gran cosa. No va más allá de lo que vendríamos a considerar una película interesante. Pero tras las líneas de sus diálogos y los destellos de sus fotogramas, encontramos el mesiánico verbo de una religión.

Casi nunca nos referimos a una película de culto como a una película a la que haya que rezarle, pero aquí estamos ante un cine que es confesional. Sin embargo, su confesionalidad es doble. Más allá del sentido piadoso, su director, Iván Zulueta, uno de los más injustos olvidados del cine español, desnudó su alma al extremo para confesar sobre la que fue la profesión y la pasión de su vida.


Desde aquel 28 de diciembre de 1895, fecha en que los hermanos Lumière proyectaron, por primera vez en la historia, una película ante un público, muchos han teorizado sobre el cine. Esa noche, en el Salon Indien du Grand Café, en el centro de París, los Lumière enseñaron un cortometraje de tan solo 50 segundos de duración donde se veía un tren entrandoen una estación. El público, que desconfiaba de ese misterioso artefacto que luego bautizaríamos como pantalla, aterrado, comenzó a gritar y algunos hasta corrieron a abandonar la proyección, pensando que el tren se les venía encima.

Fue entre esos gritos de terror, que verdaderos mesías, hipnotizados y erotizados por las fotografías en movimiento, comenzaron a preguntarse el por qué. ¿Cuál era la diferencia específica de este nuevo arte con respecto a las otras? 

¿Qué era lo que hacía a las imágenes cine?

En su tratado Sobre la poética Aristóteles intenta explorar cuál es el principio natural de la tragedia griega, o lo que es lo mismo en ese momento: de la literatura. El filósofo llega a la conclusión de que el arte –entendido como técnica– de la literatura es un arte de los espejos, un arte de la imitación.

Nacía así y para siempre la contradicción entre realidad y arte, la inmortal dilogía entre vida e imitación de la vida.

Pero surgía algo igual de eterno con todo esto. Venía hacia nosotros un largo mito que nunca se iría: el «mito del hacedor».

Cuando leemos los poemas de Rimbaud o de Verlaine nos hacemos a la idea de que la poesía va acompañada de vagar de noche por las vacías calles de París borracho de ginebra. De la misma manera, leyendo a Hemingway o a Faulkner uno se imagina que lo que uno escriba en la mañana dependerá del whiskey que se escoja para emborracharse nada más levantarse. Tenemos ante nosotros el mito del escritor.

Pero a todo esto hay un gran mito del cineasta. Hay también, y esto es lo importante que se sepa, un cine sobre qué significa hacer cine.


Para Zulueta, tal y como plasma en Arrebato, la búsqueda de la esencia cinematográfica, del síndrome de Stendhal en el séptimo arte, es una busca por la pausa.

En un mundo acelerado donde los creadores se pliegan a los deseos de los productores y de la producción en sí misma, ir tras el «arrebato» es ir tras el ritmo. Consiste en encontrar el punto de fuga que permita salir de todo y no volver a bailar jamás ningún ritmo más que el propio.

El ritmo planteado en la filmografía zuluetiana no es ni lento ni rápido, al igual que no es ni estático ni móvil. Es sencillamente armónico.

«¿Cuánto tiempo serías capaz de quedarte mirando los cromos de tu infancia?»

«Mañanas que son años y siglos enteros, colgado en plena pausa. ¡Arrebatado!» 

La cinta, al igual que toda la carrera de su autor, recoge el sueño húmedo borgiano y matemático de la búsqueda del continuo. Ese anhelo por ser capaz de ver no solo el cine, sino la vida, como una sucesión de imágenes individuales, parándonos a pensar y a reflexionar a la vez que vemos cada una.

El arrebato por el cine, sugiere, nos lleva también al arrebato por la realidad. La aspiración de llegar a un nivel cognoscitivo tan superior de la imagen en movimiento nos lleva hasta la frónesis aristotélica. Siguiendo el correcto camino de la virtud, afirmaba el griego en sus escritos, se nos haría cada vez más fácil alcanzar un estado en el cual el ser humano sería capaz de darse cuenta de absolutamente todo lo que ocurría a su alrededor en cada millonésima de segundo. Nunca más tendría dejarse llevar por la inercia del movimiento de la sinrazón.

¿Pero no podríamos estarnos engañando en todo esto?

Estos resbaladizos caminos del demonio podrían llevarnos a afirmar que el cine está por encima de la realidad.

¡Olvidé un detalle! Memento mori.

Pasamos por alto poner todo en su contexto. No dejamos paso a Cronos y por casi olvidamos que lo eterno es solo un símbolo.


Tras casi cuatro décadas de dictadura franquista en España, los principios morales nacionalcatólicos que esta fomentaba desde arriba estaban siendo puestos en cuestión. El contacto con el turismo, la televisión extranjera y la propia oposición a la dictadura habían empujado a la juventud española del momento al «extremo» opuesto. Tras la muerte de Franco comenzaba «el destape».

Siendo esto así, toda la clase artística e intelectual española, a la vez que mundial, comenzó a alabar el amor libre, el sexo y las drogas como elementos liberadores de la imaginación en la mente del hombre. Iván Zulueta fue uno de los primeros en desengañarse.

Profundamente enganchado a la heroína, la droga en auge a finales de los 70, su modo de vida tan dependiente lo llevó a un virtual colapso creativo. Prueba de esto es que Arrebato sería su última película. Moriría en 2009 encerrado en su casa, olvidado por todos, tras años frecuentando clínicas de rehabilitación de metadona.

Negándose a repetir el mito del director de cine, el mensaje de Zulueta clama al cielo por un equilibrio entre arte y realidad.

En Arrebato, la cámara de vídeo se modela como un vampiro que pincha y absorbe la sangre infectada de unos teólogos del cine con delirios de grandeza. Estos gozan en su tóxico éxtasis, mientras la vida a su alrededor se resquebraja en insatisfacciones.

En pantalla vemos como tanta gente justificó sus vidas de mierda y sus eventuales estrépitos en nombre de la pantalla.


Bien sabido es que gran parte de las cosas que se hacen por convicciones muy altas se hacen también por miedos muy altos. Los aristotélicos caminos del demonio llevaban al sacro cuelgue de una aguja clavada al brazo. Un ciego podrá ser antes conductor de ferrocarril que cineasta.

No permitan nunca más mis temores nocturnos volver a dudar, en el negro de la oscuridad, si el control lo tengo yo o el reflejo de mi espejo.

La culpa no es del arte, sino de la realidad.

La culpa no es del cine, sino nuestra.

miércoles, 16 de octubre de 2019

«Alien»: el terror genuino

Este año se cumple el cuarenta aniversario del estreno de la obra maestra del terror Alien, el octavo pasajero, dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1979. 

Desde esta fecha, muchas secuelas han intentado alcanzar el nivel de la original.

Aliens, la secuela de James Cameron, se conciencia de la imposibilidad de alcanzar a su predecesora en su propio terreno y, desmarcándose, da lugar a una más que notable película de acción. La injustamente condenada Alien 3, primer largometraje de David Fincher, tiene una vuelta a la esencia de la obra original, aunque la intervención de los productores se hizo notar. El resto de secuelas p. ej. Prometheus (2012), Alien: Covenant (2017)– dan lugar a un cúmulo de mediocridades que serán olvidadas con el paso del tiempo. Ninguna alcanza el nivel de perfección de la primera entrega.

¿Por qué es, pues, Alien un icono del terror?

El objeto de esta crítica será encontrar las claves del éxito de un clásico del género.

Es común leer que el terror es uno de los géneros más complejos a los que puede enfrentarse un cineasta. Las productoras, sin embargo, no parecen verlo así. Han encontrado en este una gran fuente de ingresos.

Todos los viernes se estrena una película que tiene como protagonista a una entidad diabólica, a un payaso, a una muñeca poseída, o cualquier otro tópico. El público asiste a las salas –cada vez con mayor indiferencia– con esa extraña voluntad de pasar miedo, pero solo en contadas ocasiones las abandonan genuinamente aterrados.

Una de las primeras y sorprendentes características de Alien es su sencillez. Es la ya universal historia del monstruo que devora seres humanos. La estructura del guion no puede ser más clara. En la primera mitad del film se nos presenta a los personajes y al monstruo. En la segunda el monstruo acaba uno por uno con los personajes. No hay más. La misma historia ha sido filmada incontables veces. Casi siempre con pésimos resultados.


Algunos intérpretes han atribuido su éxito al espléndido trabajo de diseño o a la evidente simbología sexual del alien. Y, aunque no les falta razón, estos indudables aciertos son complementos que refuerzan el verdadero acierto de la cinta: evitar dar respuestas.

El primer cuarto de la cinta está dedicado a la presentación de los personajes. Scott, ya desde los primeros planos, nos introduce a ese gran personaje que es la nave Nostromo, la nave comercial desgastada, laberíntica y hostil donde los personajes se verán atrapados. Después conocemos a la tripulación. Se nos muestran sus personalidades y su jerarquía dentro de la nave. Acto siguiente se nos informa de que la Nostromo ha recibido un mensaje de origen desconocido que es necesario investigar.

Es el punto de partida para la grandeza de la cinta.

Desde este momento en adelante el guion planteará una serie de preguntas que nunca obtendrán respuesta.

Otro de los grandes aciertos del guion es la igualdad de condiciones entre el espectador y los personajes. Así como para la creación del suspense es eficaz que el espectador parta desde un punto de ventaja respecto al personaje, en el terror es conveniente que esta relación sea de pura igualdad. 

Para ejemplar estas ideas, podemos mencionar la entrada de Dallas, Kane y Ash en la nave del alien. El ambiente posee la irrealidad y la hostilidad de una pesadilla. En la sala central encontramos el cuerpo de un ente con características extrañas, aunque en cierta manera humanas. Vemos una suerte de columna vertebral y unas costillas que parecen invertidas. Un mal director hubiese tratado o bien de no explicar nada o bien de explicar demasiado. Sin embargo, cuando Dallas se acerca para inspeccionarlo, solo obtenemos este breve pero vigoroso diálogo:

«Lleva mucho tiempo muerto, fosilizado. Ha ido creciendo desde la base. Los huesos están colocados hacia fuera... como por una explosión interior.»

Sabemos exactamente lo mismo que Dallas; es decir, nada. ¿Qué clase de especie puede ser? ¿Son humanos? ¿Cómo han desarrollado su avanzada tecnología? Pero, antes de que podamos siquiera empezar a buscar una respuesta, Kane desciende y encontramos por primera vez al alien.

 

La anatomía y la estructura del alien despiertan inconscientes temores sexuales y una constante incertidumbre. Cuando pensamos que empezamos a conocer a la nueva especie, esta muta en una versión más letal y nosotros retrocedemos al desconocimiento. Eso, añadido a que ignoramos en todo momento en qué punto de la claustrofóbica Nostromo se encuentra la criatura, genera en el espectador el mismo terror que experimentan los propios personajes.

Otro ejemplo de la constante incertidumbre a la que se nos somete es cuando, tras la aparición del alien frente a uno de los personajes, observamos un gran corte en el montaje y vemos a un Parker aterrado, que, nervioso, dice:

«Fuera lo que fuera... era muy grande.»

La película está, pues, plagada de estas líneas felices y de gran inteligencia narrativa. Nombrar todas sería casi equivalente a citar todo el guion.

Los directores de terror deberán ver en este largometraje un ejemplo a seguir. Quizá, con suerte, algunos lo hagan y, partiendo de ese respeto, nos regalen una película que consiga hacernos redescubrir ese horror genuino del que tanto disfrutamos. Para ello habrán de ver que lo que hace grande a Alien es su pleno conocimiento de la esencia del terror: lo desconocido.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=aqx-_Novk9I

Por Alex Jiménez

miércoles, 9 de octubre de 2019

«Cold War»: el erotismo (anti)comunista

Cold War (2018), la última cinta del galardonado y excepcional Paweł Pawlikowski, es de esas películas que rápidamente escalan a convertirse en patrimonio.

Bebedora de las líneas maestras del cine polaco de Wajda o Kieślowski, su razón de ser un «film patrimonial» dista, sin embargo, algo de esto. Aquello que la destaca no es solamente el lugar de donde viene. Su singularidad no es la de un país, sino la de muchos, muchísimos.
 
Estamos ante un cine cuya simiente va mucho más allá de fronteras. Un cine cuya nacionalidad son los sistemas.

Sus imágenes versan sobre el recuerdo de un fantasma y los miedos que este provocaba a su paso. Al oír su nombre, las miradas de sobrecogimiento y solidaridad entre un croata y un coreano cruzan la habitación y más que eso.

Cine de nacionalidad: una idea muerta. La idea que más orden y consenso internacionalista ha generado. Eso sí, en su contra. Cine de nacionalidad fantasmal. Cine de nacionalidad comunista.


La película comienza en los duros años de posguerra en la Polonia comunista. Allí dos artistas, un director de orquesta y una cantante de la misma, se enamoran perdidamente. A medida que la orquesta progresa y gana fama, les surgen también muchas oportunidades de viajes. En uno de esos viajes, deciden «cruzar al otro lado».

¿Pero por qué hablamos de erotismo?

Para contestarla, es importante dejar claro que este artículo no es ni pretende ser una crítica profunda del capitalismo y el comunismo. Se trata, más bien, de entender cómo estos dos sistemas hicieron el amor durante el siglo pasado. De comprender a qué parte del alma apeló cada uno para la consecución de sus objetivos. De observar cómo el uno y el otro sedujeron a las personas para que realizaran acciones por encima de ellos mismos en completo romanticismo.


Disculpa, eso sí, y por adelantado, a aquellos que en la intimidad de la alcoba gusten de susurrarle al oído del comunismo «socialismo real» o «socialismo del siglo XX». Respeto máximo también a los amantes del sadomasoquismo que gusten de referírsele como «marxismo-leninismo del ciclo de Octubre».

En la película, fiel reflejo de la realidad histórica, no deja de estar presente la idea de pasar del bloque socialista a la Europa occidental capitalista, de «cruzar al otro lado». Sin embargo, no encontramos una convicción moral o ideológica real en los personajes a la hora de hacerlo. Inmersos en el clima de represión y rigidez ideológica de la Polonia estalinista, sin apenas contacto con el exterior, irse sigue siendo una meta del alma. Desertando de un país que decía estar construyendo la paz entre los pueblos y la sociedad sin clases, a los personajes los mueven fuerzas pasionales por encima de ellos.

La trama narrada en la película y ambientada en los años 50 no es solamente el preludio de una larga historia de éxodo. Es también el germen de una cultura del éxodo. Vemos como el escapar se acabaría convirtiendo en un fenómeno cultural hegemónico en Europa del Este. La idea de marcharse formaría parte del imaginario del habitante medio.

¿Pero cómo llegamos a esta situación? ¿En qué momento pasó a estar la balanza tan desequilibrada?

Retrocedamos a una fecha aparentemente impasible como es 1948.

Stalin había ordenado a sus tropas el bloqueo militar y humanitario de Berlín Occidental con el objetivo de ocupar la ciudad entera. A esto, los americanos respondieron con el establecimiento de un puente aéreo. A través de este arrojarían víveres y demás recursos que permitirían mantener a la ciudad con vida, especialmente en vista del invierno que se avecinaba. Los aviones norteamericanos, que tres años antes solo habían traído fuego y destrucción, eran ahora recibidos con aplausos por los berlineses.

Entretanto, en la zona de ocupación soviética de la ciudad, una camarilla de estudiantes marxistas de la Universidad Humboldt se preguntaba por lo ocurrido. No entendían por qué tal conflicto decisivo no había terminado en la inexorable lucha de clases; por qué no había estallado ya la esperada revolución proletaria internacional.

Un joven estudiante alzó la mano y dijo «Los americanos comprenden el materialismo histórico».

Se hizo el silencio.

Ese estudiante había evidenciado que para que el pueblo pensase siquiera en la revolución, antes tenía que no estarse muriendo de hambre. Habían olvidado que, según el propio Marx, «el hombre piensa como vive y no vive como piensa».


Tras el olvido de esta máxima clave comenzó la Guerra Fría.

Contra el comunismo europeo se empezaron a desatar no solamente fuerzas militares y económicas, sino también unas extrañas fuerzas pasionales nunca antes vistas. Tales fuerzas alababan lo placentero y lo inmediato, frente a lo eterno e imperecedero que rezaba en el socialismo más utópico. Al viejo sistema de grandilocuentes objetivos y finalidades etéreas se oponía la trasatlántica concupiscencia de la Coca Cola. Se iniciaba así la última gran batalla entre el amor carnal y el amor platónico.

En una Polonia y una Europa oriental de posguerra que intenta recuperarse, el vocabulario y la retórica utilizados son el mismo que durante la guerra. Se sigue apelando al sacrificio, al esfuerzo común y pelear sin que nada de ello parezca tener fruto, metafísico siquiera. Hastiados con ese clima belicista, la idea de la rectitud, la corrección en el arte, y la rigidez moral del sistema, Berlín es la gota que colma el vaso para los personajes de Cold War.

En el Berlín Oriental aún era prácticamente todo ruinas tras casi diez años del fin de la guerra. En el Berlín Occidental, el glamour de las luces brillantes y los coches de lujo desbordaba las amenazantes fronteras. Aprovechando que aún había tránsito libre previo al muro, pasan.

En la más terrible de las amarguras, nuestros protagonistas descubren en vida la bufonesca máxima nietzscheana. Frente a un Goethe que afirmaba que «solo los símbolos son eternos», el bigotudo sentenció que «lo eterno es solo un símbolo». La elocuencia de esta contraposición supera la barrera del idioma.

Sin embargo, la culpa no les abandonó nunca. Las duras acusaciones de sus compatriotas de ser desertores de un país que se esforzaba por construir la «justicia social» provocaron mucho dolor. Este sentimiento se acrecentaba cada vez que topaban con todas las imperfecciones e injusticias del capitalismo en el que ya vivían.

Cuando el dinero escaseaba, que era casi siempre, hacían malabares para no ser vistos como proletarios en una sociedad de propietarios.

Pero al capitalismo le perdonaron todo.

Tuvieron que hacerlo, pues ya no había vuelta atrás.


Una vez en el Oeste, nuestra pareja de artistas se instala en París. Su recibimiento allí es también agrio.

Una parte de la intelectualidad recoge la acusación de «desertores». Han abandonado a su suerte a un pobre país que intentaba «levantar el socialismo con todo en contra», algo que estos intelectuales, por supuesto en la teoría, apoyan.

La otra parte no es mucho más esperanzadora. Frente a la perfección de la técnica y la belleza absoluta con un retrato de Stalin y Shostakóvich en la pared, en Francia encuentran un arte corrompido hasta la médula. Sin nada que decir, los artistas emponzoñan sus aguas con vacías metáforas para hacerlas parecer más profundas.

Lo que antes fue una profesión para servir al pueblo en mucha disciplina era ejercida del otro lado sin reparo como un acto de nihilismo comodón.

El sentimiento de hastío por la censura de antaño compite con la sensación de vacío por la total intrascendencia de ahora.

En su desamparo, comprobaron que la respuesta de Nietzsche a Goethe era válida a ambos lados del telón de acero. Irónico es que la palabra que denota símbolo en el alemán original sea Gleichnis, la que podría llegar a interpretarse como un espejo parabólico.

En la ópera Tannhäuser, de Wagner, el caballero homónimo expone las bondades del amor sensorial ante una corte prusiana caduca y vieja que se decanta por el amor ascético. En esta lucha, el único con posibilidades reales de ganar es el propio amor.