martes, 24 de diciembre de 2019

«Parasite»: avanzar hacia atrás

Sería reconfortante pensar que Parasite (Bong Joon-ho, 2019) nos ha caído del cielo como el diagnóstico definitivo de un enfermo terminal. Pero por mucho que esta visión aliviase temporalmente el malestar, no dejaría de ser mentira.

La enfermedad se fue fraguando con lentitud, alevosía y comodidad en todos nosotros.
La fecha del estreno y posterior distribución global arrojan luz sobre el muerto.

En el trigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, la unanimidad con que la cinta fue condecorada con la Palma de Oro en Cannes coincide con la que los analistas prevén una nueva recesión en los mercados occidentales.

Parasite - Edgar Pozo
La película cuenta los malabares que realiza una familia surcoreana con dificultades para llegar a fin de mes en el siglo XXI. Después de que el miembro más joven de la familia sea contratado como profesor de inglés de la niña de una familia rica, todo cambiará. A través de engaños y triquiñuelas, la familia pobre conseguirá ir siendo contratada miembro a miembro para diferentes trabajos en la casa adinerada, sustituyendo a todo el personal anterior. Sin embargo, no serán los únicos en intentar esto.

Leyendo estas líneas de sinopsis, la trama se nos presenta en sencillez y comicidad. Pero hay también un cierto rebrillo de familiaridad si nos atrevemos a mirar dos veces. La clásica comedia de tragedias entre ricos y pobres, arropada en las disfuncionalidades folclóricas del pueblo en cuestión.

1) Una cucharada sopera de neorrealismo italiano.

2) Sofreír en la sartén algo de teatro español de posguerra durante un rato.

3) Dejar en remojo un poco de comedia soviética, recomendable que sea anterior al realismo socialista.

4) Un poquito de Bertolt Brecht, así que te quede amargo.

5) No te vayas a pasar con la obra social de Titón.

6) Incluso, si hay a mano, dar un toque de realismo ruso. Sí, sí, de ese donde la carca nobleza del imperio zarista hablaba francés para diferenciarse del vulgo que hablaba… ruso.

7) Cocer todo ello finalmente en la cazuela del pensamiento ilustrado francés, et voilà.

¡Ese es el plato que cocina la criada para la eterna reminiscencia estomacal de la burguesía inútil!

Resulta un poco extraña esta gastronomía. Aunque ordinarios, sus ingredientes no dejan de tener un gusto a quemado. Como si alguien hubiera guisado tanto con ellos, que hubieran perdido su caché.

Parasite nos devuelve a la palestra sujetos como “ricos” y “pobres”, o incluso “burguesía” y “clase obrera”, que creíamos enterrados ya y para siempre en los grandes relatos.

Parasite - Edgar Pozo
No obstante, algo de sepulturero sí que tiene el metraje. En este, queda patente lo soterrado ya del consenso social de 1945.

Una nueva clase social nunca antes vista, la clase media, iba a acabar con la dicotomía de pobreza y riqueza, que el capitalismo traía de nacimiento. Se iban a crear así sociedades no solo más justas e igualitarias, sino también más prósperas.

Pues bien, todo esto era mentira.

Derribado el muro de Berlín y muerto el comunismo en 1989, se difuminaba también el horizonte emancipador en la historia del hombre. La linealidad con la que este, en teoría, avanzaba hacia el “progreso humano total” desde la Revolución francesa, se había detenido. La percepción de un “destino de la humanidad” desaparecía.

Esto es lo que hay.

Pero la realidad es que no solo no se había terminado la historia, ni tampoco se había detenido, sino que una misteriosa tuerca comenzaba a girar en la dirección contraria. La historia seguía avanzando, pero hacia atrás. Los años corrían, pero la percepción de los mismos era la de épocas anteriores.

El nuevo rico se aprovecha del nuevo pobre, que es él y su móvil.

Parasite - Edgar Pozo
Inyectado el serpentino veneno de la red, una nueva conciencia general surge. En esta, la rapidez y la fugacidad se colocan como elementos fundacionales de las cosas y el desarraigo se arraiga. Perdiéndose un vínculo duradero con todo lo terrenal, se abre la caja de Pandora de la mercantilización de todos los aspectos posibles de la vida, de materia a espíritu.

Los viejos odios individuales y sociales, que se pensaban superados, vuelven a surgir. Pese a hacerlo de manera distinta, los esclavos vuelven a pelearse por ser los favoritos de su negrero.

Casas ostentosas, coches de lujo, sonrisas falsas, profesores particulares innecesarios y ridículos, arte deforme e irrisorio, choferes y mujeres, siempre mujeres, que preparan la comida a unas suaves manos de príncipe que nunca han tocado un plato: solo los cubiertos.

Si al inicio de esta emocionante década nos encontrábamos en tiempos de República de Weimar, con una clase media estremecida por la crisis financiera e intentando contestarle en la calle, ahora, casi a su término, hemos avanzado hasta retroceder a 1914, donde los auges de los nacionalismos a nivel global y sus guerras comerciales nos recuerdan a los viejos imperialismos coloniales europeos del siglo XIX.

La razón de por qué los ingredientes de la cocina de Parasite parecen los de la abuela es… ¡porque realmente son los de la abuela!

La película es toda ella un déjà vu de cosas que la humanidad está viviendo por segunda vez.
Hincado ya el dedo en la llaga, esperemos a que caigan unas cuantas gotas de sangre para seguir narrando.

Parasite - Edgar Pozo
¿Quiénes son los verdaderos parásitos? ¿Quién vive de quién y del trabajo de quién? ¿Quién es la causa y quién el efecto?

Pero paremos un poco.

En verdad: ¿cómo culpar a los ricos?

Tras cada destello de belleza visual que desprenden sus mansiones, sus vidas, y también los planos de Parasite, se nos presenta una horrible contradicción introspectiva, que es interclasista.

Por cuanto más claro es el ingenio y la agudeza del esfuerzo intelectual y físico del pobre para cumplir con su trabajo, tanto más oscura es la vil simiente de su obligación de trabajar.
Si el trabajo humaniza, el porqué del trabajo deshumaniza.

Cuando Cervantes escribió el Quijote, el embajador francés envió una carta al rey de España, Felipe III. En la misiva, el diplomático alababa las penurias y miserias cotidianas que sufría el pueblo español bajo la monarquía, y aupaba a que la situación no cambiase jamás. La necesidad habría de seguir dando lugar a semejante ingenio y a tan magnas obras.

“Ser pobre es la mejor manera de ser humano”, ¡se dice cuando no se es pobre o cuando no se es humano!

Si no es juntos, no será más que un sueño.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Érase una vez en Tarantino

Once Upon a Time in Hollywood (Quentin Tarantino, 2019) es una de esas películas que albergan tras de sí una mente de pecado. Como un molesto zumbido de mosquito o una punzante jaqueca, algo se cuece en lo más íntimo de su realizador.

Retrotrayéndonos al Hollywood de hace 50 años, Tarantino viene en realidad a hablarnos del Hollywood de hoy y de mañana.

La historia gira alrededor de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un exitoso actor televisivo, y su doble Cliff Booth (Brad Pitt). Dalton, activo principalmente en series de acción y westerns durante las décadas de 1950 y 1960, decide dar el salto a la gran pantalla. Pero tras varios filmes similares en los que siempre interpreta al héroe que carga contra villanos en la máxima otredad, el público comienza a demandar algo distinto. Su carrera se asoma a las profundidades del abismo. En un momento de transformaciones clave en la historia de los Estados Unidos, Rick, al igual que toda la industria de Hollywood, han de afrontar el reto: renovarse o morir.

No se engañe el lector a la hora de pararse a pensar en la naturaleza cíclica del destino o en las circularidades de la historia. La fidelidad con la que 1969 retrata a 2019, más que la de una circunferencia perfectamente trazada, es la de un espejo.


Leonardo DiCaprio y Brad Pitt

Especialmente reflectante es la huella personal que deja Tarantino a lo largo de toda la cinta. Detrás de los diálogos de los personajes se encuentran los desasosiegos que atormentan a su creador. En la retaguardia de la luz que ilumina a sus miradas podemos alcanzar a ver las inseguridades que inundan el guion.

Tarantino duda.

Fue una estrella.

Fue un hit.

El joven Quentin se catapultó a la fama de manera meteórica. Prácticamente nadie se dio cuenta de cómo había ocurrido.

Reservoir Dogs a la una. Pulp Fiction a las dos. ¡Zas! Oscar al mejor guion original a las tres. Treinta años y ya era ese Mick Jagger que nunca había tenido el cine.

Tony Scott, Oliver Stone, Harvey Keitel y demás pesos pesados se morían por trabajar con él. Sus guiones se vendían como churros. La fiebre “tarantinil” era tan intensa que la Miramax enloqueció y le otorgó el Santo Grial del director de cine: el control absoluto sobre el corte final de sus películas.


Quentin Tarantino

Era la entrada de una nueva generación a Hollywood. Esta había recogido los frutos caídos de la anterior.

Los padres fílmicos del joven Taran eran claros. Se había criado viendo las películas de acción de Burt Reynolds. Le obsesionaban enfermizamente los spaghetti western de Sergio Leone. Frecuentaba, además, locales de cine porno.

Era el hijo pródigo de la hegemonía social de liberación sexual y contracultural que había surgido después del movimiento hippie en EEUU.

Tarantino creció para ser de aquellos que en un anuncio de una mujer escotada, sosteniendo una chorreante jarra de cerveza, vería un símbolo de liberación del espíritu humano frente a las oscuras garras de la censura.

Pero el luminoso aura del violento anti-establishment que lo acompañaba se fue apagando. Con el tiempo sus fans empezaron a entender que a través de un sentimiento de rebeldía anti-Hollywood, se había acabado integrando en este como ningún otro.

Comenzó a vivir de las rentas, a alimentarse de la leyenda de lo que una vez fue. Se dejó barriga.
Le perdonamos películas como Death Proof The Hateful Eight sin saber muy bien por qué. Supongo que porque es Tarantino.

Aprendimos que íbamos al cine a ver una película normal, ya como cualquier otra, pero que como era de Tarantino tendría mucha violencia explícita y eso siempre es entretenido. El graciosete este seguro cogería un evento histórico y le daría un toque suyo, como que a Hitler le reviente la cara a balazos un soldado judío-americano de una brigada especial cazanazis.


Quentin Tarantino

En el fondo nos reímos y la pasamos muy bien. Mentiría si dijera lo contrario. Pero el hechizo llevaba ya mucho tiempo roto.

Ya no era la estrella de rock, ni el director rompedor al que todos llamaban. Pero aún se mantenía a flote. Todavía su apellido movía a alguien.

Esto estaba a punto de cambiar.

Una nueva ola estaba por hacer temblar los cimientos y las conciencias de Hollywood.

El movimiento MeToo arrasó con una clase intelectual y sociológica que se venía gestando desde la década de 1970. Esta intelectualidad, que se había puesto del lado de Polanski y Clinton en sus casos de abusos y que alababa la meyeriana cultura del sexploitation como un acto de libre concienciahabía sido empujada a un terreno moral distinto para que el que no estaba preparada.

El germen de todo esto, las centenares de denuncias por acoso sexual a Harvey Weinstein, salpicaba directamente a Tarantino, puesto que Weinstein había sido su productor durante décadas. Entre las damnificadas estaban la antigua estrella del director, Uma Thurman, al igual que su expareja, Mira Sorvino.

Tarantino fue acusado de silencio cómplice y él mismo reconoció haber podido hacer más para evitar unas conductas que acabaron por evidenciarse habituales en un Hollywood maldito.


Quentin Tarantino

Se disculpa, pero ya es tarde.

La mujer en tetas del anuncio de cerveza había dejado de ser un acto de rebeldía contra el código Hays y se convertía en el viejo acto de opresión de ser mirada a los pechos antes que como a una igual.

Los puentes de Tarantino con su público se habían roto, especialmente con los más jóvenes.

El mundo en el que los fans de Michael Jackson reclamaban la inocencia del acusado a las afueras del juzgado había quedado definitivamente atrás.

Pero el tormento de una mente de pecado no significa, ¡ay!, ser un pecador.

Lejos de un sentimiento de redención, Tarantino intenta en Once Upon a Time in Hollywoodmás bien, explicar lo que ha sido de él.

En un acto de simbiosis, como el que hiciera Fellini con Mastroianni en Otto e mezzo, el realizador se funde con DiCaprio en el personaje de Rick Dalton y a partir de ahí duda.

Confiesa que desconoce ya cuál es su público. Nos hace saber que está al tanto de que está muy lejos de ser lo que era. Admite que ya no sabe qué es el cine para él. Pero también exclama: “¡Me da igual! ¡Yo he vivido mi vida!”.

El grito de Tarantino es en favor de la existencia y en él no hay cabida para el arrepentimiento. Sabe que sus padres no fueron perfectos y ni siquiera los mejores, pero jamás podrá dejar de ser su hijo.

Tal vez nos mienta, pero en la película vemos a una vieja estrella intentando estar en paz consigo misma a medida que se acercan los años del ocaso. Tenemos ante nosotros a alguien consciente de que su tiempo ha pasado y que lo asume con deportividad.

La vetusta masculinidad caduca se resquebraja. El malestar en la cultura se hace inequívoco y Tarantino obviamente se sabe más en el pasado que en el futuro.

Una juventud, o incluso una feminidad, vendrá y será constructiva. Tendrá obras ante las cuales poderse sentir orgullosas e intentarán, ya sea un poco, comprender de buena fe lo positivo que intentaron hacer aquellos que las precedieron. Entenderán la impotencia y la tristeza del que se va para no volver a ser nunca su mejor yo.


Leonardo DiCaprio

No obstante, hay también un cierto aire de presunción con respecto a la experiencia que le han dado sus años para llevarle a donde finalmente está. Se considera privilegiado por poder disfrutar con la conciencia tranquila finalmente de los placeres más inmediatos y banales de la vida. La guadaña ya no dista tanto como antes.

En esa madurez de hombre cincuentón con barriga en el sofá viendo la televisión parece encontrar el verdadero sentido de la autenticidad. Aceptando quién es, puede por fin alejarse del ascético vértigo de la juventud y de su hipocresía a la hora de analizar el mundo y a la gente sin predicar con el ejemplo.

Le gustan sus comidas de mierda, la dulzura de la propiedad privada y del amor privado y, sobre todo, que no lo jodan.

“La televisión americana es mucho mejor que esas metatrancas polacas, sobre todo con un porro en mano”, puede decir sin culpa.

Es en esa comodidad de su casa donde descubre que solamente para los jóvenes la sangre puede ser un amargo vino y la carne una insípida hostia.

Me decía un muy estimado amigo en una borrachera que “la justicia es un delirio de la materia”. No sé si pretendía tener o no razón, pero lo que está claro es que a medida que la tensión de la carne se relaja hasta hacer a esta flácida, se relajan también las exigencias que hace el sujeto al objeto.

En una cálida tarde de agosto sobre el ligero y apenas perceptible vello de unas liberadas sílfides sopla la brisa de un septiembre anunciado, pero aún distante. Las suavidades se vuelven porosas.

Sorprendente es como esa tensión de la piel en el roce, esos labios mordisqueados y esa mirada de deseo pueden esconder en sí el germen del polvo de los sepulcros de una eternidad de vacíos y resentimientos condensados en un grano púbero.

Menos sorprendente es ya que la inmortalidad de la luz de invierno en verano resulte de la tensión de unas ganas de follar.

Es sabido que las profundidades del abismo miran en ambas direcciones.

jueves, 31 de octubre de 2019

«Arrebato»: el cine como droga, y la droga como religión


A veces yo me enfado con el cine. Intento no hacerlo, lo quiero mucho. Pero sencillamente tiene algunas cosas que son imperdonables. 

Intentaré no pasarme con él. Es más, haré lo posible por ser justo.

No voy a entrar, por ello, en lo caro que se ha vuelto pasar a darle una visita en comparación con antes. Tampoco me referiré –aunque bien me gustaría– a ese cuantioso número de personas que trabajan en él como quien graba el jardín de su casa en un día de nevada. No diré nada de estas cosas, porque la razón me alcanza para ver que no es culpa suya. 

Pero me sé injusto.

Entre todas de esas cosas que no son culpa suya hay una que, no obstante, es demasiado grave. La rabia me obliga a buscar un culpable, a culparle a él. 

Al cine no le perdono que haya llegado tan tarde. No puedo absolverlo de su juventud.

Al igual que la literatura, la escultura o la pintura tienen sus iconos, a los cuales les rezamos, el cine fue dado a luz en un momento diferente. No nos va mucho eso de rezar ahora, ni en el arte ni fuera. Esto no es siempre un acierto, pues alguna de las obras que nos ha brindado el séptimo arte bien merecerían una posición genuflexa de nuestra parte.

 

De la misma manera que se nos enseña y llena desde niños de la épica de magnas creaciones como el David de Miguel Ángel o el Quijote de Cervantes, con el cine no ocurre esto. Habiendo nacido en la época que más acelerada se percibe a sí misma, muchas de sus imágenes han pasado ante nuestros ojos con una velocidad que no nos ha dejado mirar dos veces. Es por esto, me digo, que aún desconocemos sus iconos. 

Entre muchas de esas cintas que esperan a ser desenterradas para ver la luz está Arrebato, película española dirigida por Iván Zulueta y estrenada en 1980.

Intentar explicar brevemente de qué trata la película sería intentar explicar brevemente de qué trata el cine. Pero hagamos un esfuerzo.

El filme sigue la vida de José Sirgado, un director de cine profundamente frustrado con la profesión y atrapado en el pasado de una relación amorosa que nunca fue a ninguna parte. Al borde del suicidio y con una progresiva adicción a la heroína, conoce a Pedro, un excéntrico ermitaño obsesionado con encontrar la esencia del cine. A raíz de este encuentro, José irá dando un sentido a su vida, pero esta, a la vez, se acercará a su fin.

Así recitado tampoco parece gran cosa. No va más allá de lo que vendríamos a considerar una película interesante. Pero tras las líneas de sus diálogos y los destellos de sus fotogramas, encontramos el mesiánico verbo de una religión.

Casi nunca nos referimos a una película de culto como a una película a la que haya que rezarle, pero aquí estamos ante un cine que es confesional. Sin embargo, su confesionalidad es doble. Más allá del sentido piadoso, su director, Iván Zulueta, uno de los más injustos olvidados del cine español, desnudó su alma al extremo para confesar sobre la que fue la profesión y la pasión de su vida.


Desde aquel 28 de diciembre de 1895, fecha en que los hermanos Lumière proyectaron, por primera vez en la historia, una película ante un público, muchos han teorizado sobre el cine. Esa noche, en el Salon Indien du Grand Café, en el centro de París, los Lumière enseñaron un cortometraje de tan solo 50 segundos de duración donde se veía un tren entrandoen una estación. El público, que desconfiaba de ese misterioso artefacto que luego bautizaríamos como pantalla, aterrado, comenzó a gritar y algunos hasta corrieron a abandonar la proyección, pensando que el tren se les venía encima.

Fue entre esos gritos de terror, que verdaderos mesías, hipnotizados y erotizados por las fotografías en movimiento, comenzaron a preguntarse el por qué. ¿Cuál era la diferencia específica de este nuevo arte con respecto a las otras? 

¿Qué era lo que hacía a las imágenes cine?

En su tratado Sobre la poética Aristóteles intenta explorar cuál es el principio natural de la tragedia griega, o lo que es lo mismo en ese momento: de la literatura. El filósofo llega a la conclusión de que el arte –entendido como técnica– de la literatura es un arte de los espejos, un arte de la imitación.

Nacía así y para siempre la contradicción entre realidad y arte, la inmortal dilogía entre vida e imitación de la vida.

Pero surgía algo igual de eterno con todo esto. Venía hacia nosotros un largo mito que nunca se iría: el «mito del hacedor».

Cuando leemos los poemas de Rimbaud o de Verlaine nos hacemos a la idea de que la poesía va acompañada de vagar de noche por las vacías calles de París borracho de ginebra. De la misma manera, leyendo a Hemingway o a Faulkner uno se imagina que lo que uno escriba en la mañana dependerá del whiskey que se escoja para emborracharse nada más levantarse. Tenemos ante nosotros el mito del escritor.

Pero a todo esto hay un gran mito del cineasta. Hay también, y esto es lo importante que se sepa, un cine sobre qué significa hacer cine.


Para Zulueta, tal y como plasma en Arrebato, la búsqueda de la esencia cinematográfica, del síndrome de Stendhal en el séptimo arte, es una busca por la pausa.

En un mundo acelerado donde los creadores se pliegan a los deseos de los productores y de la producción en sí misma, ir tras el «arrebato» es ir tras el ritmo. Consiste en encontrar el punto de fuga que permita salir de todo y no volver a bailar jamás ningún ritmo más que el propio.

El ritmo planteado en la filmografía zuluetiana no es ni lento ni rápido, al igual que no es ni estático ni móvil. Es sencillamente armónico.

«¿Cuánto tiempo serías capaz de quedarte mirando los cromos de tu infancia?»

«Mañanas que son años y siglos enteros, colgado en plena pausa. ¡Arrebatado!» 

La cinta, al igual que toda la carrera de su autor, recoge el sueño húmedo borgiano y matemático de la búsqueda del continuo. Ese anhelo por ser capaz de ver no solo el cine, sino la vida, como una sucesión de imágenes individuales, parándonos a pensar y a reflexionar a la vez que vemos cada una.

El arrebato por el cine, sugiere, nos lleva también al arrebato por la realidad. La aspiración de llegar a un nivel cognoscitivo tan superior de la imagen en movimiento nos lleva hasta la frónesis aristotélica. Siguiendo el correcto camino de la virtud, afirmaba el griego en sus escritos, se nos haría cada vez más fácil alcanzar un estado en el cual el ser humano sería capaz de darse cuenta de absolutamente todo lo que ocurría a su alrededor en cada millonésima de segundo. Nunca más tendría dejarse llevar por la inercia del movimiento de la sinrazón.

¿Pero no podríamos estarnos engañando en todo esto?

Estos resbaladizos caminos del demonio podrían llevarnos a afirmar que el cine está por encima de la realidad.

¡Olvidé un detalle! Memento mori.

Pasamos por alto poner todo en su contexto. No dejamos paso a Cronos y por casi olvidamos que lo eterno es solo un símbolo.


Tras casi cuatro décadas de dictadura franquista en España, los principios morales nacionalcatólicos que esta fomentaba desde arriba estaban siendo puestos en cuestión. El contacto con el turismo, la televisión extranjera y la propia oposición a la dictadura habían empujado a la juventud española del momento al «extremo» opuesto. Tras la muerte de Franco comenzaba «el destape».

Siendo esto así, toda la clase artística e intelectual española, a la vez que mundial, comenzó a alabar el amor libre, el sexo y las drogas como elementos liberadores de la imaginación en la mente del hombre. Iván Zulueta fue uno de los primeros en desengañarse.

Profundamente enganchado a la heroína, la droga en auge a finales de los 70, su modo de vida tan dependiente lo llevó a un virtual colapso creativo. Prueba de esto es que Arrebato sería su última película. Moriría en 2009 encerrado en su casa, olvidado por todos, tras años frecuentando clínicas de rehabilitación de metadona.

Negándose a repetir el mito del director de cine, el mensaje de Zulueta clama al cielo por un equilibrio entre arte y realidad.

En Arrebato, la cámara de vídeo se modela como un vampiro que pincha y absorbe la sangre infectada de unos teólogos del cine con delirios de grandeza. Estos gozan en su tóxico éxtasis, mientras la vida a su alrededor se resquebraja en insatisfacciones.

En pantalla vemos como tanta gente justificó sus vidas de mierda y sus eventuales estrépitos en nombre de la pantalla.


Bien sabido es que gran parte de las cosas que se hacen por convicciones muy altas se hacen también por miedos muy altos. Los aristotélicos caminos del demonio llevaban al sacro cuelgue de una aguja clavada al brazo. Un ciego podrá ser antes conductor de ferrocarril que cineasta.

No permitan nunca más mis temores nocturnos volver a dudar, en el negro de la oscuridad, si el control lo tengo yo o el reflejo de mi espejo.

La culpa no es del arte, sino de la realidad.

La culpa no es del cine, sino nuestra.

miércoles, 16 de octubre de 2019

«Alien»: el terror genuino

Este año se cumple el cuarenta aniversario del estreno de la obra maestra del terror Alien, el octavo pasajero, dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1979. 

Desde esta fecha, muchas secuelas han intentado alcanzar el nivel de la original.

Aliens, la secuela de James Cameron, se conciencia de la imposibilidad de alcanzar a su predecesora en su propio terreno y, desmarcándose, da lugar a una más que notable película de acción. La injustamente condenada Alien 3, primer largometraje de David Fincher, tiene una vuelta a la esencia de la obra original, aunque la intervención de los productores se hizo notar. El resto de secuelas p. ej. Prometheus (2012), Alien: Covenant (2017)– dan lugar a un cúmulo de mediocridades que serán olvidadas con el paso del tiempo. Ninguna alcanza el nivel de perfección de la primera entrega.

¿Por qué es, pues, Alien un icono del terror?

El objeto de esta crítica será encontrar las claves del éxito de un clásico del género.

Es común leer que el terror es uno de los géneros más complejos a los que puede enfrentarse un cineasta. Las productoras, sin embargo, no parecen verlo así. Han encontrado en este una gran fuente de ingresos.

Todos los viernes se estrena una película que tiene como protagonista a una entidad diabólica, a un payaso, a una muñeca poseída, o cualquier otro tópico. El público asiste a las salas –cada vez con mayor indiferencia– con esa extraña voluntad de pasar miedo, pero solo en contadas ocasiones las abandonan genuinamente aterrados.

Una de las primeras y sorprendentes características de Alien es su sencillez. Es la ya universal historia del monstruo que devora seres humanos. La estructura del guion no puede ser más clara. En la primera mitad del film se nos presenta a los personajes y al monstruo. En la segunda el monstruo acaba uno por uno con los personajes. No hay más. La misma historia ha sido filmada incontables veces. Casi siempre con pésimos resultados.


Algunos intérpretes han atribuido su éxito al espléndido trabajo de diseño o a la evidente simbología sexual del alien. Y, aunque no les falta razón, estos indudables aciertos son complementos que refuerzan el verdadero acierto de la cinta: evitar dar respuestas.

El primer cuarto de la cinta está dedicado a la presentación de los personajes. Scott, ya desde los primeros planos, nos introduce a ese gran personaje que es la nave Nostromo, la nave comercial desgastada, laberíntica y hostil donde los personajes se verán atrapados. Después conocemos a la tripulación. Se nos muestran sus personalidades y su jerarquía dentro de la nave. Acto siguiente se nos informa de que la Nostromo ha recibido un mensaje de origen desconocido que es necesario investigar.

Es el punto de partida para la grandeza de la cinta.

Desde este momento en adelante el guion planteará una serie de preguntas que nunca obtendrán respuesta.

Otro de los grandes aciertos del guion es la igualdad de condiciones entre el espectador y los personajes. Así como para la creación del suspense es eficaz que el espectador parta desde un punto de ventaja respecto al personaje, en el terror es conveniente que esta relación sea de pura igualdad. 

Para ejemplar estas ideas, podemos mencionar la entrada de Dallas, Kane y Ash en la nave del alien. El ambiente posee la irrealidad y la hostilidad de una pesadilla. En la sala central encontramos el cuerpo de un ente con características extrañas, aunque en cierta manera humanas. Vemos una suerte de columna vertebral y unas costillas que parecen invertidas. Un mal director hubiese tratado o bien de no explicar nada o bien de explicar demasiado. Sin embargo, cuando Dallas se acerca para inspeccionarlo, solo obtenemos este breve pero vigoroso diálogo:

«Lleva mucho tiempo muerto, fosilizado. Ha ido creciendo desde la base. Los huesos están colocados hacia fuera... como por una explosión interior.»

Sabemos exactamente lo mismo que Dallas; es decir, nada. ¿Qué clase de especie puede ser? ¿Son humanos? ¿Cómo han desarrollado su avanzada tecnología? Pero, antes de que podamos siquiera empezar a buscar una respuesta, Kane desciende y encontramos por primera vez al alien.

 

La anatomía y la estructura del alien despiertan inconscientes temores sexuales y una constante incertidumbre. Cuando pensamos que empezamos a conocer a la nueva especie, esta muta en una versión más letal y nosotros retrocedemos al desconocimiento. Eso, añadido a que ignoramos en todo momento en qué punto de la claustrofóbica Nostromo se encuentra la criatura, genera en el espectador el mismo terror que experimentan los propios personajes.

Otro ejemplo de la constante incertidumbre a la que se nos somete es cuando, tras la aparición del alien frente a uno de los personajes, observamos un gran corte en el montaje y vemos a un Parker aterrado, que, nervioso, dice:

«Fuera lo que fuera... era muy grande.»

La película está, pues, plagada de estas líneas felices y de gran inteligencia narrativa. Nombrar todas sería casi equivalente a citar todo el guion.

Los directores de terror deberán ver en este largometraje un ejemplo a seguir. Quizá, con suerte, algunos lo hagan y, partiendo de ese respeto, nos regalen una película que consiga hacernos redescubrir ese horror genuino del que tanto disfrutamos. Para ello habrán de ver que lo que hace grande a Alien es su pleno conocimiento de la esencia del terror: lo desconocido.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=aqx-_Novk9I

Por Alex Jiménez

miércoles, 9 de octubre de 2019

«Cold War»: el erotismo (anti)comunista

Cold War (2018), la última cinta del galardonado y excepcional Paweł Pawlikowski, es de esas películas que rápidamente escalan a convertirse en patrimonio.

Bebedora de las líneas maestras del cine polaco de Wajda o Kieślowski, su razón de ser un «film patrimonial» dista, sin embargo, algo de esto. Aquello que la destaca no es solamente el lugar de donde viene. Su singularidad no es la de un país, sino la de muchos, muchísimos.
 
Estamos ante un cine cuya simiente va mucho más allá de fronteras. Un cine cuya nacionalidad son los sistemas.

Sus imágenes versan sobre el recuerdo de un fantasma y los miedos que este provocaba a su paso. Al oír su nombre, las miradas de sobrecogimiento y solidaridad entre un croata y un coreano cruzan la habitación y más que eso.

Cine de nacionalidad: una idea muerta. La idea que más orden y consenso internacionalista ha generado. Eso sí, en su contra. Cine de nacionalidad fantasmal. Cine de nacionalidad comunista.


La película comienza en los duros años de posguerra en la Polonia comunista. Allí dos artistas, un director de orquesta y una cantante de la misma, se enamoran perdidamente. A medida que la orquesta progresa y gana fama, les surgen también muchas oportunidades de viajes. En uno de esos viajes, deciden «cruzar al otro lado».

¿Pero por qué hablamos de erotismo?

Para contestarla, es importante dejar claro que este artículo no es ni pretende ser una crítica profunda del capitalismo y el comunismo. Se trata, más bien, de entender cómo estos dos sistemas hicieron el amor durante el siglo pasado. De comprender a qué parte del alma apeló cada uno para la consecución de sus objetivos. De observar cómo el uno y el otro sedujeron a las personas para que realizaran acciones por encima de ellos mismos en completo romanticismo.


Disculpa, eso sí, y por adelantado, a aquellos que en la intimidad de la alcoba gusten de susurrarle al oído del comunismo «socialismo real» o «socialismo del siglo XX». Respeto máximo también a los amantes del sadomasoquismo que gusten de referírsele como «marxismo-leninismo del ciclo de Octubre».

En la película, fiel reflejo de la realidad histórica, no deja de estar presente la idea de pasar del bloque socialista a la Europa occidental capitalista, de «cruzar al otro lado». Sin embargo, no encontramos una convicción moral o ideológica real en los personajes a la hora de hacerlo. Inmersos en el clima de represión y rigidez ideológica de la Polonia estalinista, sin apenas contacto con el exterior, irse sigue siendo una meta del alma. Desertando de un país que decía estar construyendo la paz entre los pueblos y la sociedad sin clases, a los personajes los mueven fuerzas pasionales por encima de ellos.

La trama narrada en la película y ambientada en los años 50 no es solamente el preludio de una larga historia de éxodo. Es también el germen de una cultura del éxodo. Vemos como el escapar se acabaría convirtiendo en un fenómeno cultural hegemónico en Europa del Este. La idea de marcharse formaría parte del imaginario del habitante medio.

¿Pero cómo llegamos a esta situación? ¿En qué momento pasó a estar la balanza tan desequilibrada?

Retrocedamos a una fecha aparentemente impasible como es 1948.

Stalin había ordenado a sus tropas el bloqueo militar y humanitario de Berlín Occidental con el objetivo de ocupar la ciudad entera. A esto, los americanos respondieron con el establecimiento de un puente aéreo. A través de este arrojarían víveres y demás recursos que permitirían mantener a la ciudad con vida, especialmente en vista del invierno que se avecinaba. Los aviones norteamericanos, que tres años antes solo habían traído fuego y destrucción, eran ahora recibidos con aplausos por los berlineses.

Entretanto, en la zona de ocupación soviética de la ciudad, una camarilla de estudiantes marxistas de la Universidad Humboldt se preguntaba por lo ocurrido. No entendían por qué tal conflicto decisivo no había terminado en la inexorable lucha de clases; por qué no había estallado ya la esperada revolución proletaria internacional.

Un joven estudiante alzó la mano y dijo «Los americanos comprenden el materialismo histórico».

Se hizo el silencio.

Ese estudiante había evidenciado que para que el pueblo pensase siquiera en la revolución, antes tenía que no estarse muriendo de hambre. Habían olvidado que, según el propio Marx, «el hombre piensa como vive y no vive como piensa».


Tras el olvido de esta máxima clave comenzó la Guerra Fría.

Contra el comunismo europeo se empezaron a desatar no solamente fuerzas militares y económicas, sino también unas extrañas fuerzas pasionales nunca antes vistas. Tales fuerzas alababan lo placentero y lo inmediato, frente a lo eterno e imperecedero que rezaba en el socialismo más utópico. Al viejo sistema de grandilocuentes objetivos y finalidades etéreas se oponía la trasatlántica concupiscencia de la Coca Cola. Se iniciaba así la última gran batalla entre el amor carnal y el amor platónico.

En una Polonia y una Europa oriental de posguerra que intenta recuperarse, el vocabulario y la retórica utilizados son el mismo que durante la guerra. Se sigue apelando al sacrificio, al esfuerzo común y pelear sin que nada de ello parezca tener fruto, metafísico siquiera. Hastiados con ese clima belicista, la idea de la rectitud, la corrección en el arte, y la rigidez moral del sistema, Berlín es la gota que colma el vaso para los personajes de Cold War.

En el Berlín Oriental aún era prácticamente todo ruinas tras casi diez años del fin de la guerra. En el Berlín Occidental, el glamour de las luces brillantes y los coches de lujo desbordaba las amenazantes fronteras. Aprovechando que aún había tránsito libre previo al muro, pasan.

En la más terrible de las amarguras, nuestros protagonistas descubren en vida la bufonesca máxima nietzscheana. Frente a un Goethe que afirmaba que «solo los símbolos son eternos», el bigotudo sentenció que «lo eterno es solo un símbolo». La elocuencia de esta contraposición supera la barrera del idioma.

Sin embargo, la culpa no les abandonó nunca. Las duras acusaciones de sus compatriotas de ser desertores de un país que se esforzaba por construir la «justicia social» provocaron mucho dolor. Este sentimiento se acrecentaba cada vez que topaban con todas las imperfecciones e injusticias del capitalismo en el que ya vivían.

Cuando el dinero escaseaba, que era casi siempre, hacían malabares para no ser vistos como proletarios en una sociedad de propietarios.

Pero al capitalismo le perdonaron todo.

Tuvieron que hacerlo, pues ya no había vuelta atrás.


Una vez en el Oeste, nuestra pareja de artistas se instala en París. Su recibimiento allí es también agrio.

Una parte de la intelectualidad recoge la acusación de «desertores». Han abandonado a su suerte a un pobre país que intentaba «levantar el socialismo con todo en contra», algo que estos intelectuales, por supuesto en la teoría, apoyan.

La otra parte no es mucho más esperanzadora. Frente a la perfección de la técnica y la belleza absoluta con un retrato de Stalin y Shostakóvich en la pared, en Francia encuentran un arte corrompido hasta la médula. Sin nada que decir, los artistas emponzoñan sus aguas con vacías metáforas para hacerlas parecer más profundas.

Lo que antes fue una profesión para servir al pueblo en mucha disciplina era ejercida del otro lado sin reparo como un acto de nihilismo comodón.

El sentimiento de hastío por la censura de antaño compite con la sensación de vacío por la total intrascendencia de ahora.

En su desamparo, comprobaron que la respuesta de Nietzsche a Goethe era válida a ambos lados del telón de acero. Irónico es que la palabra que denota símbolo en el alemán original sea Gleichnis, la que podría llegar a interpretarse como un espejo parabólico.

En la ópera Tannhäuser, de Wagner, el caballero homónimo expone las bondades del amor sensorial ante una corte prusiana caduca y vieja que se decanta por el amor ascético. En esta lucha, el único con posibilidades reales de ganar es el propio amor.