lunes, 13 de abril de 2020

«El crack»: cuando se sabe lo que se quiere

Vamos a hacer un ejercicio de imaginación: dos situaciones.

La primera es cuando una película nos llama la atención por cualquier motivo. Ya sea porque has leído una buena crítica, porque ese amigo del que te fías para estas cosas te la recomienda… lo que sea. El caso es que te interesa y lees la sinopsis: la idea es muy creativa, parece una propuesta llena de posibilidades y puede que hasta un peliculón en potencia, un clásico incluso. 

Después llegas al cine, la ves, y no pasa de mediocre. Ni siquiera es mala, solo te parece un gran desperdicio de tiempo y dinero. Muchos posibles desarrollos interesantes los pasa por alto y lo que intenta... pues no le sale demasiado bien.

Al acabar sólo piensas, si eres un poco cruel, «para esto ni lo intentes»; si eres más benévolo –o has pagado por verla–, «no está mal, pero podría haber sido mejor» sabiendo que por voluntad propia no la volverás a ver.

La otra situación es la situación de El crack. 


Si bien típica en su género, el cine negro, la sinopsis es interesante y resulta en una película excelente, a la altura de su director José Luis Garci. Esto lo logra no por su trama, sino porque, precisamente al contrario que antes, todo lo que intenta lo logra. Desde las escenas hasta los personajes, todos consiguen transmitir las sensaciones que se proponen. 

Un profesor que tuve, muy aficionado a las novelas negras y, en general, a todo el género negro, me decía que este era muy particular. El aficionado a estas obras no desea grandes reinvenciones ni revoluciones del género, sino que desean ver lo que han ido a ver: torturados policías o detectives privados que abandonan a su familia por resolver ese caso que los tiene obsesionados, que los tiene día y noche tras un criminal –en muchas ocasiones en contra de toda la sociedad que se esfuerza en premiar a los malos y machacar a los justos– aun a riesgo de perder a sus seres queridos, la cordura o la vida, porque los pobres diablos como ellos son la última frontera que contiene a la bestia humana. Personajes rotos pero seductores, siempre con defectos y siempre humanos. Amados y desamados. Armados y desarmados. 


Sin duda El crack pertenece a este género. Sabe lo que busca y cumple lo que promete, he ahí la clave de su excelencia. No cabe mejor definición. 

«Un tipo duro y solitario que trata de sobrevivir en una sociedad podrida gracias a un trabajo sucio.» 

No agota todos los tópicos evidentemente, solo los necesarios para sumergirte en la historia y transportarte a un Madrid de principios de los ochenta, que tiene un agradable regusto a Nueva York o Chicago de la mano del estoico detective privado y expolicía Germán Areta. 

La mezcla entre un imaginario puramente español con un crimen y una mafia sórdidas, que nunca esperaríamos en el barrio de Chamberí o en la Gran Vía, se hace impecablemente y con una naturalidad que pocas películas obtienen. Pese a lo que nos haya acostumbrado el mundo cinematográfico, el cine negro no se da sólo en las grandes metrópolis norteamericanas, a él se adaptan muy bien el mus, la picaresca navajera y la chulería hispana. 

Cabe también comentar cómo ha envejecido la película, al igual que la representación de esta del Madrid y de la España de la época.

Recuerdo una reseña escrita por alguien que sí vivió en Madrid durante los años en los que transcurre la película. Esta persona decía que el Madrid de El crack no se parecía al Madrid de los ochenta, sino al de finales de una Transición negra –por el lente del género negro– y muy de Garci. 

El escritor de esta presente crítica es mucho más joven que la película, por lo que no puede decir de primera mano si Madrid fue así o no. Es ese precisamente uno de los motivos que me hace pensar que esta película tiene tan buen envejecer. Nuestros padres nos han contado cosas de estos años, es cierto. Si se es curioso también se habrá leído, visto películas, documentales, etc. Pero esto solo logra un tipo de aproximación siempre distante, más la de un turista de libros que la de un genuino habitante. 

El resultado se parece al tipo de sensación que se puede tener con un western. El espectador conoce cosas de la época: sabe que más o menos vestían así, los lugares comunes del Oeste americano, también es consciente de que no estaban todo el día a tiros y con historias apasionantes, etc. No obstante, siempre hay algo que puedes saber que existe, pero nunca conocer completamente: esa lente de época. Esta está hecha de trasfondo social y de bagaje cultural de años de cine y literatura. Los que han vivido en esa época y lugar la reconocen al instante. 

Esta película provoca esa misma sensación para alguien que, por edad, no vivió ese Madrid. La historia, las situaciones, los personajes, la actuación de Alfredo Landa… prácticamente todo te sumerge en la trama y en esa España, tratada con un mimo que despierta a la nostalgia.

Puede que el Madrid real no fuera exactamente así, pero solo sé que no hay nada que te saque del cauce por el que nos conduce la cinta, de la sumersión en la trama y en la vida de esos personajes tan cercanos, tan lejanos. 

Me atrevo a decir que es una película que envejece bien. 

Habría muchas más cosas que comentar acerca de este excelente metraje, pero con esto creo haber levantados las ganas que quería y haber dado sustancia a mi recomendación de verla. Si esto le ha parecido interesante a alguien, espero igualmente que profundice en la obra de Garci. 

Feliz visionado.

Por Ángel Luis Campo Loranca