domingo, 3 de febrero de 2019

«La invasión de los ladrones de cuerpos» y la mirada como esencia

[PUEDE CONTENER SPOILERS]

La película que he elegido para tratar hoy es una de esas grandes obras cubiertas de un oscuro hado histórico que bien poca justicia le hace; hoy vamos a hablar de La invasión de los ladrones de cuerpos.

Nadie podría negar que existen claras diferencias entre el cine y la literatura en su conjunto. Sin embargo, hay una diferencia de gran importancia a la que a veces no se atiende tanto: la histórica. La literatura, como bien sabemos por las fuentes que nos han llegado hasta la actualidad, tiene unos 5000 años de historia. Desde los antiguos escritos hindúes, babilonios y pasando por las obras homéricas, esta ha estado sometida a un constante proceso de revisión y teorización de sí y sobre sí misma, lo cual ha sido facilitado por su gran antigüedad. En el cine, sin embargo, esto es más complejo. Pese a poderse reconocer la revolución que han experimentado las tecnologías de comunicación e información en las últimas décadas, no podemos, tampoco, dejar de reconocer que la edad del cine no llega ni a la de un siglo y medio. Tampoco nos fustiguemos, no estoy diciendo que estemos haciendo nosotros o «el mundo del cine» nada mal; sencillamente puede que el ser humano aún tenga un largo camino por recorrer en lo que respecta a entender el cine como arte y forma de expresión inherente a la propia naturaleza humana. Aún tenemos mucho que pensar y filmar sobre lo ya pensado y ya filmado. Esto, pienso yo, puede ser una de las causas de que existan obras enterradas en un tan profundo e injusto olvido, teniendo tanto que aportarnos. Esta puede ser la razón de que tan pocos conozcamos una obra tan genial como es La invasión de los ladrones de cuerpos.

Esta cinta, estrenada en 1956 y de origen estadounidense, ha estado enmarcada desde siempre dentro de las mayores de las profundidades del cine de serie B. Es, quizá, por esto, que para muchos, aun conociéndola, pierde credibilidad o «caché» a la hora de pensar que puede aportarnos algo. A veces no podemos culpar a estas personas. Es verdad que no parece una película muy llamativa. Incluso podríamos decir que el título es de lo peor. No te atrae si no fuiste un niño en la década de los 50 (o si no eres un «friki» de la serie B) y no deja nada por descubrir al espectador. Nada más lejos de la realidad.

Aunque reconozco lo desafortunado del título, no es verdad que no deje nada por descubrir al espectador; pues tras este se esconden un sinfín de preguntas y cuestiones. Antes de atender a las mismas, situémonos un poco.

La película comienza con un hombre desesperado y aparentemente demente retenido en una comisaría de policía. Tras la llegada de varios médicos y psiquiatras, este comienza a contarnos la historia de lo que ha ocurrido. El hombre, que ejercía la medicina en un pequeño pueblo de los Estados Unidos, había empezado a recibir casos de pacientes que afirmaban que varios de sus seres queridos sencillamente no eran los mismos. Esta «enfermedad» comienza a extenderse, mientras que, a la vez, muchas de las personas que habían ido a verlo en búsqueda de ayuda por este mismo problema dejan de interesarse por la misma y afirman ahora que «todo habían sido tonterías». El tema trasciende la frontera de la mera paranoia colectiva cuando empiezan a ser descubiertos cuerpos aparentemente idénticos a los de personas del pueblo en lugares escondidos como invernaderos, sótanos de casas o maleteros de coches, junto con una especie de semillas de plantas gigantes. A partir de aquí se evidencia el tono fantástico de la película, que, en cierto modo, según mis gustos, le hace perder parte del encanto. Al parecer, seres alienígenas habían estado depositando estas semillas gigantes por todo el pueblo, teniendo estas la capacidad de reproducir la exacta forma física del ser humano que tuviesen más cerca para luego, cuando este entrase en sueño, poder apropiarse de su mente y «sustituirlo». De esta manera, tomando control primero de este pueblo, pasarían a los siguientes para así acabar haciéndose con el control de todo el país. Clásica trama de película de serie B de los años 50; sin embargo, hay mucho detrás de todo esto.



Como es sabido desde hace milenios y es estudiado académicamente desde hace siglos cuanto menos, el papel de la metáfora en la vida y en la forma de expresión de la vida (tanto en el arte como en la ciencia) es mayúsculo. Esta película no iba a ser una excepción. A veces, pues, hemos de desgajar poco a poco lo que vamos viendo y no tomarlo al pie de la letra tal y como se nos muestra, para así entender correctamente qué pensamientos e ideas han motivado a crear las obras que vemos y, en última instancia, para entender tales obras. Tras decir esto, por supuesto, puede verse que yo defiendo la tesis de que hay mucho más en todo esto que una mera invasión alienígena, ya que si no fuese así, no hubiera dedicado varias tardes a escribir esta entrada. Sin embargo, la tarea de entender qué es eso que hay detrás no es solamente que no sea fácil, sino que tampoco es única.

Centrémonos, pues, primero, en la forma más inmediata y sociológica de abordar la cinta. Situémonos en que hablamos de una película estrenada en 1956. Bien entrada la Guerra Fría, el mundo se encontraba dividido en bloques antagónicos embarcados en una lucha militar (proxy wars), política y –aunque hayamos olvidado lo que es esto en nuestro uni- y multipolar siglo XXI– también en una lucha ideológica, entre lo que cada bando consideraba el bien y el mal. Dentro de esta lógica, la sociedad americana había experimentado un gran sentimiento de miedo con respecto al «enemigo comunista», algo que se tradujo en una desconfianza general hacia aquel que cuestionase el idílico American way of life. Fruto de esto, en el propio Hollywood numerosos guionistas con tendencias izquierdistas fueron purgados, perdiendo así su empleo y la posibilidad de trabajar en la industria del cine en el futuro. Así, entendiendo todo esto como el contexto histórico en el que se hizo este metraje, podemos entender algunas de las cosas que suceden en él.

Teniendo todo esto en cuenta, no es difícil establecer un paralelismo entre estas fuerzas alienígenas que vienen a tomar el control de la población norteamericana a través de un sencillo, pero muy sutil, cambio en los habitantes de un pueblo cualquiera y el comunismo, descrito por Edgar Hoover, director del FBI de la época, como «una maligna enfermedad que se debe evitar que infecte a los Estados Unidos». En dirección a esta interpretación apunta también un discurso pronunciado por Joseph McCarthy, paladín anticomunista y figura clave en la época de la caza de brujas de los EEUU, en el que proclamaba que un comunista en una facultad de universidad, en una oficina de gobierno o en cualquier lugar sería siempre «un comunista de más». Eran, realmente, tiempos de miedos, fantasmas y enemigos en los EEUU.

Una última escena que respalda esta visión es aquella en la que el protagonista afronta finalmente a varios antiguos amigos ahora «reconvertidos», que le hablan sobre el proceso de «transformación». Tal proceso es descrito como indoloro e inofensivo y se le es prometido que a partir de él todos los posibles problemas personales o incluso del propio pueblo entero en su conjunto dejarían al momento de existir. Tales «seres» hablan también del poco favor que hacen las emociones y los sentimientos al conjunto de los seres humanos y argumentan que una vez desaparecido el amor en los mismos, desaparecerán tras de él el resto de los problemas. Esto concuerda bastante con la visión proporcionada por la propaganda estadounidense de la época hacia el sistema comunista. Dada la naturaleza materialista y atea de la filosofía de Karl Marx, a muchos estadounidenses del momento les convencía, efectivamente, la idea de que los comunistas fuesen seres extraños y ajenos a sentimientos como el amor.

Probablemente más interpretaciones políticas puedan sacarse de la película si se analiza esta en su conjunto, pero considero que hay un tema más sutil a tratar que puede ser igual de interesante.

Vayamos un momento al principio de la película. El médico protagonista recibe a varios pacientes que vienen aquejados por la creencia de que algunos de sus seres queridos no son los mismos que antes. Ante el número creciente de personas con este pensamiento, decide visitar una amiga cercana que le había comentado este mismo problema en su tío. Cuando la visita, habla con el tío y luego con ella y le dice que para él no hay diferencia con respecto a antes. Ella, comprensiva, le da la razón a grandes rasgos, pues le dice que los hábitos, la voz, las acciones y el resto de cosas eran las mismas, pero que había algo en la mirada que lo hacía diferente. Avanzando en la película llegamos a la parte en la que el protagonista, junto con otros personajes, descubre un cuerpo muy peculiar en una casa. La peculiaridad de este cuerpo es el estado en que se encuentra; carece de rasgos faciales y de huellas dactilares. Es, en definitiva, un cuerpo que no había terminado de ser generado por las plantas alienígenas que lo producían, ya que el proceso había sido interrumpido. Es un cuerpo humano a medio hacer. Las preguntas que plantea todo esto último pueden írsenos de las manos, pero allá que vamos.



Hagamos un poco de memoria y viajemos atrás en el tiempo hasta llegar a la Edad Antigua. Desde la metafísica clásica aristotélica hasta los cristianos medievales, pasando por la filosofía neoplatónica, el pensamiento humano trató de establecer algo así como un orden por el cual las cosas existían como las percibimos. Aristóteles solía decir que la esencia de las cosas era la forma en que en cada una de estas se combinaba la materia que las formaba, viniendo luego la materia propiamente; Tomás de Aquino negó esto y afirmó que, además de la materia abstracta, había que especificar la materia exacta «material» que era necesaria para formar según qué cosas específicas. En el tema de la moral, debates como estos también tuvieron lugar en la cultura occidental a lo largo de siglos y siglos. Desde la época dorada de la filosofía griega existió la creencia de que para ser bueno y virtuoso, sencillamente habían de realizarse acciones buenas y virtuosas repetidamente, adquiriéndose a través del hábito la cualidad de la virtud. ¿Qué tiene que ver todo este último párrafo que he soltado con la película? Mucho.

Desde el principio, más allá de lo político, vemos un debate esencialista similar en el film. Hablamos con personajes que afirman que sus seres queridos no son los que eran, pese a que sus costumbres y hábitos se han mantenido intactos. También en la película vemos una especie de «materia humana», que, combinada correctamente, puede asemejar a la perfección personas concretas. Ahora, una vez teniendo la materia física y los hábitos pertinentes, ¿por qué decimos que estas personas no son, efectivamente, personas? ¿Por qué, si en lo material no hay diferencia y tampoco la hay en la armonía de las acciones diarias, podemos decir que estas personas son «otra cosa»? ¿Qué induce a los personajes a estar tan convencidos de ello y a nosotros también? La película, queriéndolo o no, plantea el verdadero problema del significado de la esencia humana y parece tener una curiosa respuesta a esta cuestión: la mirada. Este elemento está muy presente en todo momento en la cinta y es una de las razones por la cual el cine puede ser una herramienta de conocimiento e indagación poderosa. Solamente una película, y una película como esta, podría llevarnos a convencernos de que eso es condenadamente cierto. Poco hay de esencia en la combinación de la materia y de la forma, o en la repitición periódica de unos comportamientos, si no hay en nosotros ese destello que irradie de nuestros ojos. Poca diferencia hay con tener delante a una proyección de una persona al más estilo borgiano, antes que a una persona, si no tenemos ningún misterio que buscar en los ojos ajenos cuando alzamos la vista al cara a cara. Poco hay, definitivamente, de esencia sin mirada.



viernes, 1 de febrero de 2019

«El show de Truman» y los límites del horizonte

[PUEDE CONTENER SPOILERS]

Para dar el pistoletazo de salida de este blog he decidido contar con una película conocida por el público mayoritario como es El show de Truman, película que esconde mucho más de lo que deja ver en la pantalla, ya que tiene todo un mundo de interpretaciones tras de sí.

Podría intentar elogiar el magnífico trabajo en la dirección de Peter Weir o el colosal guion de Andrew Niccol (quien tan acostumbrados nos tiene a guiones nada paradigmáticos), que es donde verdaderamente está el jugo del metraje; podría incluso intentar referirme a las maravillas que hace el espléndido Philip Glass al mando de la música; sin embargo, la parte técnica no me es de interés a la hora de hablar de una película como esta.

La película, para refrescar la memoria de aquellos que la han visto pero no la recuerdan (ya que los que no la han visto avisados quedaron de los spoilers), cuenta la historia de un hombre, Truman Burbank, quien es el protagonista, sin saberlo, de uno de los programas de televisión más vistos del planeta: El show de Truman. El programa estuvo en antena desde su nacimiento, se nos cuenta, y se mantiene en directo las 24 horas del día. Con un despliegue de miles de cámaras y actores por todo un gigantesco set, que aparenta ser una idílica ciudad de ensueño americano, son sistemáticamente grabados todos los detalles de la vida personal de Truman. Para evitar que este salga la ciudad en la que vive, los guionistas de su vida recurren a crear en él miedos y traumas desde la infancia hacia el mar y los viajes en general, algo que contrasta con el espíritu aventurero del propio Truman. A lo largo del filme, Truman irá descubriendo pequeños detalles que le darán pistas sobre que su vida no es más que un espectáculo organizado de manera que ocurra solamente aquello que mantenga una audiencia de miles de millones de televisiones por todo el planeta en vilo.

Tras habernos ubicado, podemos adentrarnos en analizar solo algunas de las mil caras que tiene toda la temática de la película.

Una interpretación muy certera, aunque un tanto superficial si no fuera más allá, sería entender que la cinta es una gran crítica a los medios de entretenimiento y comunicación masivos. Más concretamente, dentro de esta manera de verlo, se pone de manifiesto la progresiva «amarillización» del criterio del espectador medio, exigiendo cada vez más el público un mayor conocimiento de la vida privada de aquellos que protagonizan sus programas favoritos. En el inicio de la película, donde se nos presenta al creador del programa, Christof, se pone, de hecho, de manifiesto que la sociedad, cansada de artificiosas actuaciones, demandaba algo como El show de Truman, que, en palabras del propio Christof, «no es siempre Shakespeare, pero es genuino». Un ejemplo de esta masificación mediática se da en que al final de la película, tras la epopeya de Truman en la conquista de su libertad y habiendo llegado a su fin todo el programa, un par de espectadores sencillamente deciden cambiar de canal para ver qué más dan en la televisión en ese momento. Por otra parte, igualmente encuadrado dentro de esta visión, puede mencionarse la enorme importancia de la publicidad en el propio desarrollo del show y de su vida, como pequeño guiño al poder económico que tras todo el proyecto se encuentra.

En cierto modo puede decirse que la película «predijo» fenómenos como las redes sociales, donde, pese a haber un menor nivel de distopía, sí da a veces la sensación de que se vive más de cara a una audiencia que para expresarse uno mismo. Cerrando esta interpretación y recurriendo a una anécdota, resulta que desde 2008 se han reportado unos 40 casos a nivel mundial de una suerte de trastorno psiquiátrico llamado «síndrome de Truman», afirmando aquellos que lo padecen el sentir que el mundo gira únicamente a su alrededor y que sus seres queridos no son más que actores que siguen un guion cinematográfico. Uno de los afectados llegó a afirmar que su destino era subir a la Estatua de la Libertad para reunirse allí con su antigua novia entre aplausos de todos y terminar así su show.

Alejándonos ahora de los amores y las bondades que nos brindan la filosofía política y la cosmovisión social de las cosas, ahondemos en un signficado más personal de la película.

Por momentos se plantea durante la misma un gran dilema. Es el dilema de si Truman es realmente un prisionero o no. Es curioso argumentar una respuesta afirmativa o negativa a esta cuestión, pero si somos cuidadosos nos daremos cuenta de que una posible respuesta racional de esta cuestión nos lleva a preguntas mayores como la de qué es la vida en sí misma. Veámoslo.

Por un lado la película parece plantear una lucha entre Truman y un Dios bondadoso, creador de su mundo. Digo «bondadoso», porque, distando considerablemente del Dios del Antiguo Testamento, que obligaba a sus súbditos a rendirle pleitesía aún en la mayor de las desdichas, Christof, creador del show, es algo así como un dios humanizado, consciente de su poder de realizar el bien para con la persona a quien tiene a su cargo. De esta manera, aun limitado en su capacidad de abandonar su mundo, Truman logra llevar una vida cómoda y sin preocupaciones en un lugar y un ambiente hecho a su medida. Para algunos aquí terminaría todo. Pero hemos olvidado que aun cómoda y despreocupada, la vida de Truman es, ante todo, monótona, predecible y sencilla. Esta sencillez es capaz, a veces, de matar a algunas personas.

Al final de la película Truman y «Dios» (pues no por nada el creador del programa recibe el nombre de «Christof») mantienen una conversación en la que este último admite que nada a su alrededor era real. Cabría preguntarse ahora cuál era su argumento para mantener a Truman donde estaba. La sencillez, la ausencia de preocupaciones, la previsibilidad, la comodidad y demás sentimientos como estos pueden ser a veces herramientas muy fuertes para mantener al ser humano en su sitio, aún siendo este capaz de ir más allá, y esto es algo conocido por todos aquellos que alguna vez manejaron el poder sobre terceras personas o así lo pretendieron. Truman no accede.

Viene ahora la pregunta de qué lleva a Truman a abandonar un mundo así de idílico. Con una vida material asegurada, esposa y amoríos también, ¿qué revuelve en las tripas de Truman ese cálido y aullante sentimiento de libertad? En una escena de la película podemos ver a un Truman desesperado, y que va descubriendo la naturaleza del mundo que le rodea, interponiéndose delante del tráfico, entrando en peleas con transeúntes y, en general, realizando actos aleatorios y desconcertantes. La pasividad de la gente a su alrededor no hace más que helarle el corazón. ¿Quién no ha tenido jamás la clásica fantasía cartesiana en la que el universo que queda tras nosotros cuando paseamos por la calle desaparece a nuestro paso solo para regenerarse cuando volvemos la mirada? Imaginad por un momento que fuésemos capaces de demostrar que esto es así realmente. ¿Será que el ser humano, aun llevando una vida acorde con unos principios estables, necesita saber que es capaz de rebelarse contra su destino si así lo decidiese? ¿Será que el individuo se vería arrastrado a la locura si llegase a saber que todo lo que ocurre en el universo gira únicamente en torno a él y sus intereses? ¿Será que estar acompañado no es solamente tener junto a uno una presencia física, sino también una «competencia» por existir?
 

Una analogía clara puede trazarse entre la lucha de Truman y el mito de la caverna de Platón. Truman lucha por alcanzar una verdad que le fue arrebatada al nacer. Para ello ha de superar multitud de fuerzas que pretenden llevarlo en dirección contraria como el miedo, los traumas y falsas convenciones que nunca terminó de entender. Solo saliendo de su mundo ideal, pero falso, será capaz de adquirir la verdadera felicidad.

Pero es también la lucha de Truman una lucha por la superación. Este es capaz de poner su propia vida en riesgo ante un Dios colérico, que ya no puede hacerle feliz con el mundo que tiene creado para él. Tanto es así, que los únicos argumentos que le quedan a este Dios son la comodidad, el miedo y la pereza antes que la belleza, la justicia o la felicidad. Algo parecido al argumento de creer en Dios cuando el avión pasa por la zona de turbulencias.

Sea como sea, tanto Platón y su caverna como Nietzsche y su Übermensch disfrutarían hasta el último plano de esta obra maestra. Como la vida misma, es una película para aquellos que quieren mirar más allá de los límites del horizonte.