A principios de este año salía mi artículo Cine nazi para la nueva década. En él, partiendo de la filmografía de Leni Riefenstahl y de la música de Wagner, analizaba tímidamente cómo las diferentes alt-rights asimilaban
los sentimientos de voluntad popular –desaforados y con deseos de
romper con todo– en su camino hacia el poder. En el decenio 2020,
pronosticaba, los nacionalismos seguirían creciendo vertiginosamente y
terminarían de colocar los clavos de un nuevo consenso neoliberal total
en un mundo ya multipolar.
El coronavirus lo cambió todo.
Hoy volví a ver 100 Dinge (100 cosas en español), comedia dirigida y protagonizada por Florian David Fitz. El éxito de esta obra fue tal, que se convirtió en la
película más taquillera en Alemania del año 2018. Por supuesto, ninguno
nos enteramos de esto.
Sin
embargo, la gracia del asunto comienza aquí mismo, y es que a lo que
los alemanes llaman “comedia” es lo que el resto del mundo vendríamos a
catalogar como un drama medio, incluso tirando a intensito.
No es la primera vez que los nórdicos nos hacen gracia por intentar ser graciosos.
Yo, fan confeso de The Office, recuerdo haberme sentido hasta ilusionado cuando descubrí que Lars von Trier había apostado por sacar su propia versión de esta serie con El jefe de todo esto (2006). El entusiasmo terminó cuando le di al play.
“Hola, queridos espectadores, soy Lars von Trier
y esto es una comedia. Ocurre tan solo una cosa: no hace gracia. ¿Por
qué? Porque yo no soy un puto director de comedias. Sin embargo, como la
tengo tan grande, voy a suplir esto rompiendo continuamente la cuarta
pared, haciendo referencia a la literatura nórdica (es por si no saben
que yo he leído mucho) y también a la sordidez del cine Dogma, que inventé yo mismo por cierto. Que la disfruten.”
Pobre Lars, de verdad... Necesita ayuda.
Pero dejemos a un lado la difícil relación entre la risa y el norte de Europa, y regresemos al filme de hoy.
Si bien es cierto que 100 cosas no
destaca especialmente por ser graciosa, la razón por la que merece una
crítica es ser de esas películas que marcan un fin de época.
Paul
y Toni, dos brillantes informáticos, consiguen desarrollar una
aplicación que lee y monitoriza los sentimientos de sus usuarios con tal
de proporcionarles un servicio aún más personalizado. Babeando ante el
invento, Facebook les ofrece un contrato millonario para hacerse con la
distribución. Inicialmente alegres por el éxito, el remordimiento pronto
hará mella en los protagonistas. Empiezan a preocuparse no solo por el
efecto que tendrá la app en la dura lógica del consumismo, sino también por cómo afectará esta
a la felicidad de las personas del futuro. En medio de un arrebato
ascético, ambos deciden embarcarse en una apuesta, por la cual
renunciarán a todas sus posesiones a lo largo de cien días, recuperando
solo una cada día.
Dentro
del contexto alemán, la cinta está llena de simbolismos. Contraponiendo
la miseria material de los abuelos en la dura posguerra y la miseria
moral de los padres en la gris RDA, surge la pregunta de por dónde se
escabulle la alegría de los hijos de lo que, hasta hace muy poquito,
llamábamos el presente.
En su cuento Deutsches Requiem, Borges
ya hablaba de Alemania como nación ecuménica, en cuya historia se
reflejaban las de todas las demás naciones. Es por ello que no sorprende
que una brillante crítica al capitalismo tardío como esta se dé en el
motor económico de Europa.
Después de comprar unas zapatillas nuevas por Amazon, irse de techno-clubbing cerca
de las ruinas del muro de Berlín y una vez apartada la vista del móvil,
el agujero permanece en el alma de unos jóvenes posmodernos con 10.000
posesiones de media. Anhelan una respuesta a la duda que los consume por
tanto consumir: ¿qué le falta a una generación que lo tiene todo?
La
juventud occidental, que ya veía el futuro con ojos de desesperanza
incluso antes del abismo de la actualidad, termina de desengañarse. Con
más capacidad para imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo y
nacidos del sistema, miran cara a cara a este y sufren.
Pero
mucho más allá de cuestiones sociopolíticas, la película se convierte
en una verdadera odisea en busca del significado de esa fuerza primera,
motora de la existencia: la felicidad.
A
medida que avanza el experimento y los protagonistas renuncian a los
bienes materiales, se dan cuenta de la lógica enfermiza que ha estado
moviendo su bienestar. La percepción es la de un hámster atrapado en una
rueda que gira y gira, con deseos de comprar siempre el siguiente
producto que vaya a traerles la dicha.
Nunca
se había tratado de la felicidad, sino de su promesa eterna. No eran
ellos quienes habían estado al mando, sino sus deseos.
Ante
este panorama introspectivo, y casi sin quererlo, ambos destapan el
egregio debate sobre si la felicidad es un eterno buscar algo, o si no
tratará también de disfrutarlo al haberlo encontrado.
La conquista de la grandeza, según un bíblico Nietzsche en Así habló Zaratustra,
era una tarea para aquellos capaces de escalar una eterna hilera de
cordilleras. Habría que ascender y ascender, dejando atrás a aquellos
que intentasen convencernos de no ir más allá de las nubes. No obstante,
aunque a escondidas, Zaratustra no pudo evitar llorar amargamente
cuando uno de sus discípulos le recordó que si la fila de montañas era
infinita, también lo eran entonces las laderas cuesta abajo.
Sin embargo, la respuesta estaba en nuestro bolsillo.
En
ese artefacto rectangular, que oscila del blanco al negro, se encuentra
la felicidad estática. En sus líneas rectas no hay ascenso ni descenso
alguno que pueda turbarnos al recibir nuestra dosis de soma. Nos conoce
mejor que nadie y nos hace sentir la persona más completa en un mundo de
seres a medio hacer. Con la firmeza del sonámbulo, en su compañía
avanzamos a ese temido momento en el que no solamente no podremos decir
que no, sino que no querremos decir que no.
Vaya comedia, ¿eh?
Y solamente íbamos por la juventud...
Para
la generación de nuestros padres la disyuntiva es similar. Observan a
unos jóvenes distraídos y atontados por sus comodidades, aislados en sus
móviles. No los comprenden, y tampoco estos los comprenden a ellos.
Contemplan abrumados un mundo en constante cambio (valga el oxímoron) y
que les exige continuas reinvenciones. Arriba y abajo en las laderas,
han olvidado quiénes son y no quieren eso. Sienten miedo hacia un futuro
que no les da ninguna seguridad; sus fuerzas ya no son las que eran.
En
el contexto germano-oriental la desilusión se revuelve contra la
Alemania de la reunificación. La acusan de haber traicionado a la
generación que luchó por la libertad en el 89. Las recetas de Bonn
fueron tan silenciosas como sangrantes: olvido. Algunos, antes de
admitir para sí mismos que a lo mejor Marx no estaba tan equivocado,
prefieren dar su voto a la extrema derecha. El fantasma de esta recorre
la película.
Por
todas estas razones y más estamos ante un cine de canto de cisne. El
film narra un mundo consciente de que no podrá mantenerse como está
durante mucho más tiempo. Comparte con la cinta Parásitos una
suerte de enfoque profético sobre la necesidad de pasar página en la
historia, en tanto que arrojan tanta luz sobre cómo funciona el mundo en
el que ya no vivimos.
Como
en el principio de incertidumbre de Heisenberg, cuando las cosas se ven
con tan claramente es porque están a punto de irse. Así ha sucedido.
Es
evidente que ahora nos encontramos en un punto crítico de la montaña.
Nos toca a nosotros movernos para saber si estamos en lo más bajo del
valle con la ardua, pero a la vez hermosa, tarea de escalar hacia un
nuevo cielo, o si, ya en la cima, hemos tocado techo como sociedad y hay
que volver a descender a los infiernos. Lo bueno es que nos toca
precisamente eso: movernos. En nuestro caminar queda decidir si todo lo
anterior seguirá siendo parte de este nuevo mundo al que nos han lanzado
de repente.
Entre
la felicidad estática y la felicidad dinámica, yo me quedo con aquella
en que se saborean mejor las bocanadas del aire que se respira. Entre la
felicidad del poseer y la felicidad del buscar, yo me quedo con el
viento en el rostro. Sí, conozco la amargura de ambas.
¿Pero y los abuelos?
¿No nos estamos olvidando de ellos?
Los
abuelos son demasiado viejos ya como para dejarse seducir por la
palabrería de un charlatán como yo. A la vez, son demasiado jóvenes para
perder el optimismo.
Consejo
de una abuela de Alemania del Este, de estas que han peleado tanto con
la vida que han salido nadando con la navaja en la boca y que se han
quedado con la cara de Klaus Kinski con peluca: “La felicidad es como el agua. Quien solo se aferre a ella, se pasará la vida con los puños cerrados.”
Sin embargo, una cosa sí que es cierta: el canto de otro mundo hacia otro mundo no nos queda tan lejano.