jueves, 30 de julio de 2020

«Nightcrawler»: la maldición de la imagen

Polifacética al punto. 

Moderada y recta. 

No es quizá la obra de David Lynch que algunos dicen haber visto, pero sí hay algo de un Scorsese atormentado. Un Taxi Driver que, antes de dejarse consumir por las miserias intestinas, pisa el acelerador y da el salto hacia la gloria. 

Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) sepulta el sueño americano del esfuerzo, a la vez que destapa otras grandes páginas de vital importancia. Al hacerlo, un intenso foco puede llegar a cegarnos, casi literalmente. 

En la cinta, Jake Gyllenhaal interpreta brillantemente a Louis Bloom, un frío y calculador entrepreneur, que entre vacías frases motivacionales, planifica cada paso que conduzca a su realización profesional. Habiendo dado con un equipo de vídeo y después de conseguir una emisora de policía, descubre su verdadera pasión: merodear por las noches en busca de la más actualizada primicia criminal. En un Los Ángeles asediado por la inseguridad ciudadana, este cuestionable cometido lo catapultará. 

¿La clásica película de crítica a los medios de comunicación? 



Desde hace bastante sabemos por la bondad de la experiencia de la contraposición entre verdad y argumento periodístico. Términos como “relato” o “posverdad” se han perfilado como eufemismos para la mentira. Palabras que, bebedoras de la nietzscheana muerte de Dios –que es, en esencia, la muerte de la verdad–, han servido bien para engrasar la maquinaria de hacer dinero. 

Pero el conocimiento teórico es inofensivo. 

Pocos se han atrevido a dar materia y forma a estas frías imaginaciones. Son ya los menos los que se han dotado de carne y hueso para criticar este engranaje. El film está en esa minoría. 

En Nightcrawler vemos un sistema mediático que se beneficia estructuralmente del mal. Las agencias de noticias dedican a penas segundos a serenos debates de Estado y enteros reportajes a imágenes de alevosos crímenes. 


Pero la mirada del ojo que proyecta esto es aún más malévola. 

En pantalla solo vemos la punta del iceberg de todo lo que ocurre realmente. La violencia social y callejera de la malviviente periferia queda eclipsada por las violaciones, asesinatos o tiroteos de un white trash demente en un barrio de bien. Los calvarios de siempre no son noticia. 

¿El mensaje?: Nadie está a salvo. 

La población estadounidense desayuna, almuerza y come entre charcos de sangre de fondo. Ensimismada y temerosa, desea salir de donde está recurriendo a la ensoñación del sacrificio individual. 

Pero tiene miedo a poner un pie fuera de casa. 



Su cotidianidad, su día a día, su vida se ha convertido en una película de gángsters, en la que ellos están a penas de figurantes. 

¿Pero cómo? 

El secreto de esto también lo alberga el film. 



Una pista puede dárnoslo el brillo en los ojos del protagonista a la hora de filmar la muerte y el sufrimiento. Surgido de entre un contrachapado de ideología de gimnasio y ensueño cocainómano pre-recaída, apela a la superación de los objetivos y a la eficiencia de la persona(-empresa) para proseguir en su infame carrera. 

Pero la realidad es que Louis Bloom no es malo, así como tampoco es bueno. Ha trascendido estas categorías. Su comportamiento es el de un artista enloquecido que moverá cielo y tierra para dar con el lienzo adecuado. Su diagnóstico es el de envenenamiento por imagen. 

¿Pero cómo no iba a ser así? 

Si es que no hay arte más maldito en su simiente que el cine. 

En Diario de un seductor, el filósofo danés Kierkegaard planteaba que la música habría de ser el arte más pura. Su origen, una sucesión de sonidos que llegaban a la armonía al unirse, era la semilla artística más alejada de la vida en su expresión cotidiana. 

Así, el cine sería al contrario el arte más impuro y sucio de todos. 

A tan solo un Play está un fiel extracto de existencia. 

A la vida le había salido una competidora: la cámara de vídeo. 



Enfermo y maldito por la lente que había puesto frente a su ojo para ver, el mundo se convierte en un cuerpo plano de elementos potencialmente filmables para dar lugar a una preciosa magnum opus. 

Como un cangrejo, el personaje interpretado por Gyllenhaal camina hacia atrás, pero sosteniendo un gran espejo que le permita ver qué hay. Para él, las cosas son reales solo una vez proyectadas. 

Si la vida es una obra de arte, entonces no hay ni bien ni mal, solo belleza y fealdad. 

Las personas, a pesar de todo, no se convierten en sus personajes activos, sino en sus pasivos espectadores, arrastrados por un distante sino como lombrices de tierra –night crawler, en el inglés original–. 

A través de un nauseabundo amarillismo y un auténtico bombardeo mediático de imágenes en movimiento, la vida se transforma en obra. 


Es una comedia cuando ves un vídeo de rusos tomándose un chupito de vodka con un oso polar. Es tragicomedia cuando ves un discurso de Trump tras el centenar de miles de muertos por COVID-19 en EEUU. Es terror cuando escuchas de un tiroteo en una secundaria por parte de un chaval al que hacían bullying. Es una película, y lo peor de las películas es que el público no se levanta de su asiento hasta que haya terminado.