jueves, 22 de agosto de 2019

«Coherence»: infinitos universos, una sola moral

Coherence, una película estrenada en 2013 y dirigida por el debutante James Ward Byrkit, pertenece a una línea de realización silenciosa y prácticamente desconocida, que podría denominarse como “nueva ola” dentro del cine de terror actual. Un movimiento que, tras años debatiéndose entre el cine de terror tradicional y el peor cine, ha comenzado a desplazarse hacia nuevas conceptualizaciones del terror como género cinematográfico.

Directores como Jordan Peele —Get Out (2017), Us (2019)—, o Ari Aster —Hereditary (2018), Midsommar (2019)— han conseguido traer a sus realizaciones temas hasta ahora relegados a otros géneros, y que abarcan esferas tan amplias como el antirracismo, los discursos minoritarios o la superación del yo. En estas cintas, el horror no está montado como una máquina de sustos al espectador, sino como un mecanismo de consternación y pánico, provocado al pensar en las consideraciones humanas y éticas derivadas de los actos de los personajes. El sobresalto se ha convertido de pronto en un escalofrío mucho más íntimo.

Pero, ¿qué nos cuenta Coherence?

[ A partir de ahora, este artículo puede contener spoilers ]

La película, austera y con pocos recursos, narra una cena —coincidente con el paso de un cometa cerca de la Tierra— entre ocho amigos. La historia gira alrededor de Emily, una de las invitadas, quien pasa por un mal momento con su novio, otro de los comensales.

Partiendo de una ya clásica pérdida de señal en los móviles, los efectos del cometa pronto comenzarán a desconcertar a personajes y espectadores. De algún modo, las leyes de la Física se han alterado y la casa donde sucede la cena parece ser objeto de una extraña replicación. Desde la ventana de la habitación en la que están reunidos los personajes, solo puede verse otra casa, idéntica. En su interior, están ellos mismos.

Sorprendidos, los personajes intentarán encontrar pistas. Algunos sugerirán ir a echar un vistazo a la “nueva” casa, establecer un sistema de reconocimiento entre ellos para no confundirse con los otros, y, ya in extremis, veremos avanzar un sentimiento que hasta entonces no estaba en el filme: la obligación de matar antes de ser matado.

La situación se vuelve cada vez más desesperada, y aún consigue ahondarse cuando descubren que la casa que tienen delante no siempre es la misma. Una vez cruzada la zona oscura, la imagen se multiplica en un sinfín de casas y de realidades paralelas.

Lejos de lo que pueda parecer, una vez explicada la trama, el metraje no es en ningún caso un ejercicio de complejidad fílmica o de giros de guion al más puro estilo nolaniano. Desde muy temprano se hace hincapié en la naturaleza humana y —aunque no se desdeñe este aspecto— no necesariamente argumental o científica del filme.

En armonía con toda la temática, las conversaciones que se dan sobre la mesa en los primeros momentos de normalidad son fugaces, nimias. La clásica conversación entre colegas de siempre que llevan demasiado sin verse. Pero un fantasma recorre la velada. Uno de los amigos ha invitado a la ex del novio de Emily. Miradas incómodas. Frases entrecortadas. Autocensura. Habladurías del pasado. El elefante en la habitación finalmente se hace visible: es el fantasma del “haber sido”.

El ritmo se va acelerando. La película arranca. La frustración en Emily por no entender nada de lo que ocurre con el cometa se entremezcla con la frustración por el pasado que la ha llevado hasta donde está. Un novio que no la quiere como ella se merece y que se muestra, además, lascivo y sugerente hacia su ex.

Ante el miedo grupal, comienzan a gestarse miedos individuales que nos sacan un aterrador sudor frío si miramos bien. Los personajes comienzan a entender que no tienen frente a ellos a fuerzas extrañas o desconocidas, sino a ellos mismos.

Uno de ellos, Mike, un alcohólico rehabilitado, es una de las patas más importantes en el análisis ético de la cinta. Junto con otros, Mike comienza a vislumbrar ese oscuro y tenebroso rayo que sacude a los que lo intentan no ver. Si a quienes se enfrentan es a ellos mismos, se enfrentan también a las fuerzas oscuras, violentas e irracionales que llevan dentro de sí todos sus yoes. Su supervivencia depende no solo de lo que hagan directamente, sino también de lo que estarían dispuestos a hacer.

Es demasiado horrible. Eso no puede ser; no aún, al menos.

Cada una de esas ventanas, de esas casas, supone, en esencia, una decisión no tomada. Pero Mike teme. Sabe que uno de los otros “Mikes” puede haber sucumbido a los delirios, al alcohol, al sexo. Sabe que seguirá la incontinencia, la reprensión y, finalmente, la violencia. Cualquier cosa que haga cualquiera de sus “yoes” será también culpa suya. Al final no lo soporta y acaba bebiendo.

Emily, sin embargo, se esfuerza al máximo por ver todo de una manera positiva. Cree que a partir de la experiencia puede llegarse a un estado superior de conocimiento de sí misma. A la vista de su deteriorada relación cree que esto puede llegar a enriquecerla. Quizá a través de esto puede averiguar qué fue mal. Pero la película le quita la razón a cada segundo.

A medida que se asoman y exploran en varias realidades paralelas advierten que pocas veces actúan mejor de lo que ya están actuando. Casi en la mayoría de los casos, las fuerzas irracionales de los personajes acaban llevándolos a la desconfianza, a los golpes y a la crueldad.

El temor del desdichado Mike era cierto: no era un debate de libertades, sino de naturalezas. No se trataba de qué hiciera cada uno con su libertad y el precio de ello, sino de qué manera se desatarían sus temores, sus odios y su inconsciente salvaje en una situación de peligro.


Han fracasado como seres humanos. Han demostrado que, ante una situación más o menos entendible, no han sido capaces de poner en orden sus fuerzas irracionales, ni siquiera con otros iguales que ellos. Todo parece venirse abajo. Sin embargo, algo se alumbra. Un destello, tan fugaz como el cometa, aparece ante los ojos de Emily.

Consigue dar con un universo en que todo ha ido más o menos bien. Su novio se comporta correctamente y parece que la quiere. Están juntos en un sofá mientras comparten un vino. Ella está feliz. Pero tan rápido como esa luz que ha encontrado, topa con la envidia. Emily quiere todo la que la otra Emily tiene. Se adentra en ese universo y vilmente intenta asesinar a su doble para ocupar su lugar.

¿Pero adónde creía que iba? ¿Acaso no son los muros del espacio-tiempo pequeños bachecitos para el bien y el mal?

No, Emily, ocurre como en la física cuántica por una vez. En la ciencia, cuando destapamos la caja del gato de Schrödinger, las realidades en que se está vivo y se está muerto colapsan en una sola.

Ahora el peso de la moral habrá de colapsar en ti.

jueves, 1 de agosto de 2019

«El séptimo sello»: miedo a la muerte es miedo a la vida

[PUEDE CONTENER SPOILERS]

Ingmar Bergman dijo una vez en una entrevista que había hecho sus películas más deprimentes y decadentes en sus momentos de mayor alegría personal. No soy yo alguien que se regocije en la desgracia ajena ni mucho menos; sin embargo, si el contrario de esa afirmación es cierto, creo que todos le debemos un efusivo aplauso a la depresión por la que seguro pasó Bergman a mediados de la década de los 50 y que le permitió realizar el auténtico canto a la vida que es El séptimo sello.

Estrenada en 1957, en esta cinta sueca figuran excelsos actores predilectos de su director como son Max von Sydow, Gunnar Björnstrand o Bibi Andersson, ejerciendo cada uno un papel discursivo central en el andamiaje intelectual de todo el filme. El título de este es tomado, a su vez, de un versículo del último de todos los libros que componen la Biblia: el Apocalipsis.

 «Y cuando el Cordero rompió el séptimo sello del rollo, hubo silencio en el cielo durante una media hora.» (Ap 8:1)

A través de esta crítica ayudaremos a disipar la dificultad de la aparente discordancia que supone describir esta obra como un canto a la vida, mientras lleva por título una referencia apocalíptica. Empecemos, bien, por estudiar brevemente el contexto de su argumento.

El metraje gira alrededor de un caballero, Antonius Block (von Sydow), y su escudero, Jöns (Björnstrand). Estos vuelven a su tierra natal tras una década de luchas sangrientas en la Cruzada, solamente para verla diezmada por la peste bubónica. En un clima general de recogimiento y miedo, Antonius es visitado por la Muerte, a quien este reta a jugar a una partida de ajedrez con la condición de seguir con vida mientras dure. Tras este evento comienza verdaderamente el «mensaje» de la película. Como oda a la existencia que es, la gama de temas tratados es de una gran multiplicidad; sin embargo, podemos y debemos destacar algunos principales de entre todos ellos.
 
El miedo juega un papel protagonista a lo largo de toda la historia. Puesto que su desarrollo se da en la Suecia de la peste negra, el temor a la muerte y la frustación por rumores que hablan del Juicio Final están a la orden del día en una sociedad que se encuentra desolada y apática. El pueblo llano se halla agitado en una espiral de violencia que se desahoga con cualquier atisbo de alegría o imaginación. El sufrimiento general es tal que los artistas y comediantes que osan cantar a las bondades de la vida o que se atreven a retozar con mujeres en medio del calvario son humillados y apaleados entre las risas del vulgo resentido. Ante ellos se posiciona a los grupos de infectados por la peste que se autoflagelan lamentando el vivir, a Cristo en la cruz, y, a grandes rasgos, la sacralización del sufrir.

Si bien, el sufrimiento es un arma de doble filo. Una vez se sufre inconsoladamente puede desaparecer el miedo en el corazón humano, que se torna hacia el disfrute y el regocijo el tiempo que las piernas le aguanten, a la vez que interioriza la fugacidad de la vida. Este es el gran Satanás que la estructura eclesiástica pretende evitar a toda costa. El hombre que se deshace de su miedo y asume la llegada de la muerte con serenidad y hasta con alegría en el recuerdo de lo vivido hace tambalear todo su poder. En contraposición a eso, la Iglesia prefiere un pueblo donde el dolor haga la mella contraria y se desarrolle en histeria general, desconfianza al prójimo y hasta crueldad. A través de un vocero que se dirige al pueblo criticando todos los «defectos» de sus gentes (como la femindad o la gordura) y espetándoles un memento mori desde un falso estrado, se evidencia la figura del charlatán que se lucra y lucra al poder desde el sufrimiento siempre ajeno. Aún con todo, la estructura de poder tiene siempre una columna psicosociológica y, en este caso, la encontramos, sin vacilación de ninguna índole, en el hombre pobre de espíritu: aquel incapaz de librarse del miedo y de sonreír a la vida y a las mujeres.

La historia personal de ambos protagonistas anteriormente comentada, sin embargo, previene de su caída en esto último. Dada su cercanía a la muerte en las diversas masacres acontecidas en la Cruzada, afrontan la situación de manera distinta. Frente al miedo anteponen serenidad y sospecha racional. Sin embargo, aun distintas a la del resto, ambas visiones también chocan entre sí en algunos puntos.

Antonius, sabedor ya de que a su vida le queda lo que a una partida de ajedrez, decide acudir a Dios y, en general, a todos los preceptos de la fe cristiana, a los que reprocha su atronador silencio. A través de numerosos diálogos con la Muerte que transcurren durante la película, llega a plantearse varias veces el hecho de que Dios sea solamente una imagen tranquilizadora para aquellos que tienen un terrible temor a las tinieblas que supone la muerte en sí misma. Pero la asunción de algo semejante le resulta demasiado horrible, dado que a esto seguiría la necesidad de afrontar el concepto de la nada como aquello que sucede a la vida, lo cual claramente la privaría de un sentido. Se esfuerza por encontrar tal, pero tras años de guerra y penurias se ha vuelto alguien racional y, a la vez que difícil de asustar, también difícil de convencer. En medio de esta dubitación moral permanente, Antonius se determina a realizar una buena acción que sea insólita, dada su situación «privilegiada» como conocedor de su propio deceso.

Mas el escudero, Jöns, choca con su señor en la necesidad de este de una garantía divina posterior a la muerte. Con muchos años a la espalda en contacto con las irracionalidades de la guerra religiosa y el sufrimiento que de esta emanaba, ha llegado a la conclusión de que el mundo es su mundo. En este, se dedica a sonreír a las mujeres y a los pequeños placeres de la vida a los que sabe fugaces. Considera, así, que es un ser pecaminoso y un alma susceptible en demasía, como para estar inmiscuido en profundas preguntas infinitas. Resulta demasiado insignificante para el cielo y el infierno. Pese a todo, no ignora la lúgubre elocuencia de la muerte cuando se acerca y reconoce a la nada cuando la tiene delante. Sin embargo, –se pregunta– ¿cómo puede hablar su amo del silencio de nadie? ¿Acaso no escucha el cantar de los pájaros, la brisa de las olas, la mirada de las bellas damas o la dulzura de los laúdes?

A través de un quijotesco ejercicio de influencia mutua, Jöns y los demás comediantes y aldeanos que se suman al recorrido de Antonius irán haciendo ver a este que el juego que mantiene con la muerte es, en esencia, divertido. Los amoríos, disputas, cantares y penas de sus acompañantes no serán más que la afirmación constante de esta máxima.

Mientras la Parca jugaba su inexorable jaquemate, Antonius es capaz de despistarla y tras ella escapa la feliz pareja de artistas con su hijo de un año, que poco sabrían de la vida, pero bien que sabían cantarle. Consuma así su buena acción, salvando de la peste a aquellos que ya enfermaban, pero del más dulce de los males: el amor. Arriba finalmente a su hogar donde le esperan los ojos de idilio de su esposa, como Penelopea esperó a su Odiseo tras una década de infortunios del destino en el Mediterráneo. A diferencia de a Odiseo, a Antonius le espera la muerte tras su llegada, algo que sabe. En un último arrebato de miedo e ira recrimina a Dios y a la Muerte su mudez. Jöns le reprende. «¿Qué le pides a tan noble y alto señor? ¿No ves acaso que él tampoco sabe nada?» Es ya hora de que se enfrente a la muerte como se enfrenta el caballero sin miedo: sin nada que lamentar, sin nada que exigir y, en última instancia, danzando. Nunca fue un privilegiado por ver la partida que mantenía con la muerte, ni su acción fue en absoluto insólita. Antonius hizo lo que habría hecho todo aquel que ama: seguir viviendo.