Ingmar
Bergman dijo una vez en una entrevista que había hecho
sus películas más deprimentes y decadentes en sus momentos de mayor
alegría personal. No soy yo alguien que se regocije en la desgracia
ajena ni mucho menos; sin embargo, si el contrario de esa afirmación es
cierto, creo que todos le debemos un efusivo aplauso a la
depresión por la que seguro pasó Bergman a mediados de la década de los
50 y que le permitió realizar el auténtico canto a la vida que es El séptimo sello.
Estrenada
en 1957, en esta cinta sueca figuran excelsos actores predilectos de su
director como son Max von Sydow, Gunnar Björnstrand o Bibi Andersson,
ejerciendo cada uno un papel discursivo central en el andamiaje
intelectual de todo el filme. El título de este es tomado, a su vez, de
un versículo del último de todos los libros que componen la Biblia: el Apocalipsis.
«Y cuando el Cordero rompió el séptimo sello del rollo, hubo silencio en el cielo durante una media hora.» (Ap 8:1)
A través de esta crítica ayudaremos a disipar la dificultad de la aparente discordancia que supone describir esta obra como un canto a la vida, mientras lleva por título una referencia apocalíptica. Empecemos, bien, por estudiar brevemente el contexto de su argumento.

El miedo juega
un papel protagonista a lo largo de toda la historia. Puesto que su
desarrollo se da en la Suecia de la peste negra, el temor a la muerte y
la frustación por rumores que hablan del Juicio Final están a la orden
del día en una sociedad que se encuentra desolada y apática. El pueblo llano se halla agitado en una espiral
de violencia que se desahoga con cualquier atisbo de alegría o
imaginación. El sufrimiento general es tal que los artistas y
comediantes que osan cantar a las bondades de la vida o que se atreven a
retozar con mujeres en medio del calvario son humillados y apaleados entre las risas del vulgo resentido. Ante ellos se posiciona a los grupos de infectados por la peste que se autoflagelan lamentando el vivir, a Cristo en la cruz, y, a grandes rasgos, la sacralización del sufrir.

La
historia personal de ambos protagonistas anteriormente comentada, sin
embargo, previene de su caída en esto último. Dada su cercanía a la muerte en
las diversas masacres acontecidas en la Cruzada, afrontan la situación
de manera distinta. Frente al miedo anteponen serenidad y sospecha racional. Sin embargo, aun distintas a la del resto, ambas visiones también chocan entre sí en algunos puntos.
Antonius, sabedor ya de que a su vida le queda lo que a una partida
de ajedrez, decide acudir a Dios y, en general, a todos los preceptos
de la fe cristiana, a los que reprocha su atronador silencio. A través de numerosos diálogos con la Muerte que transcurren durante la película, llega a plantearse varias veces el hecho de que Dios sea solamente una imagen tranquilizadora para aquellos que tienen un terrible temor a las tinieblas que supone la muerte en sí misma. Pero la asunción de algo semejante le resulta demasiado horrible, dado que a esto seguiría la necesidad de afrontar el concepto de la nada como aquello que sucede a la vida, lo cual claramente la privaría de un sentido. Se esfuerza por encontrar tal, pero tras años de guerra y penurias se ha vuelto alguien racional y, a la vez que difícil de asustar, también difícil de convencer. En medio de esta dubitación moral permanente, Antonius se determina a realizar una buena acción que sea insólita, dada su situación «privilegiada» como conocedor de su propio deceso.
Mas el escudero, Jöns, choca con su señor en la necesidad de este de una garantía divina posterior a la muerte. Con muchos años a la espalda en contacto con las irracionalidades de la guerra religiosa y el sufrimiento que de esta emanaba, ha llegado a la conclusión de que el mundo es su mundo. En este, se dedica a sonreír a las mujeres y a los pequeños placeres de la vida a los que sabe fugaces. Considera, así, que es un ser pecaminoso y un alma susceptible en demasía, como para estar inmiscuido en profundas preguntas infinitas. Resulta demasiado insignificante para el cielo y el infierno. Pese a todo, no ignora la lúgubre elocuencia de la muerte cuando se acerca y reconoce a la nada cuando la tiene delante. Sin embargo, –se pregunta– ¿cómo puede hablar su amo del silencio de nadie? ¿Acaso no escucha el cantar de los pájaros, la brisa de las olas, la mirada de las bellas damas o la dulzura de los laúdes?
A través de un quijotesco ejercicio de influencia mutua, Jöns y los demás comediantes y aldeanos que se suman al recorrido de Antonius irán haciendo ver a este que el juego que mantiene con la muerte es, en esencia, divertido. Los amoríos, disputas, cantares y penas de sus acompañantes no serán más que la afirmación constante de esta máxima.
Mientras la Parca jugaba su inexorable jaquemate, Antonius es capaz de despistarla y tras ella escapa la feliz pareja de artistas con su hijo de un año, que poco sabrían de la vida, pero bien que sabían cantarle. Consuma así su buena acción, salvando de la peste a aquellos que ya enfermaban, pero del más dulce de los males: el amor. Arriba finalmente a su hogar donde le esperan los ojos de idilio de su esposa, como Penelopea esperó a su Odiseo tras una década de infortunios del destino en el Mediterráneo. A diferencia de a Odiseo, a Antonius le espera la muerte tras su llegada, algo que sabe. En un último arrebato de miedo e ira recrimina a Dios y a la Muerte su mudez. Jöns le reprende. «¿Qué le pides a tan noble y alto señor? ¿No ves acaso que él tampoco sabe nada?» Es ya hora de que se enfrente a la muerte como se enfrenta el caballero sin miedo: sin nada que lamentar, sin nada que exigir y, en última instancia, danzando. Nunca fue un privilegiado por ver la partida que mantenía con la muerte, ni su acción fue en absoluto insólita. Antonius hizo lo que habría hecho todo aquel que ama: seguir viviendo.
Mas el escudero, Jöns, choca con su señor en la necesidad de este de una garantía divina posterior a la muerte. Con muchos años a la espalda en contacto con las irracionalidades de la guerra religiosa y el sufrimiento que de esta emanaba, ha llegado a la conclusión de que el mundo es su mundo. En este, se dedica a sonreír a las mujeres y a los pequeños placeres de la vida a los que sabe fugaces. Considera, así, que es un ser pecaminoso y un alma susceptible en demasía, como para estar inmiscuido en profundas preguntas infinitas. Resulta demasiado insignificante para el cielo y el infierno. Pese a todo, no ignora la lúgubre elocuencia de la muerte cuando se acerca y reconoce a la nada cuando la tiene delante. Sin embargo, –se pregunta– ¿cómo puede hablar su amo del silencio de nadie? ¿Acaso no escucha el cantar de los pájaros, la brisa de las olas, la mirada de las bellas damas o la dulzura de los laúdes?
A través de un quijotesco ejercicio de influencia mutua, Jöns y los demás comediantes y aldeanos que se suman al recorrido de Antonius irán haciendo ver a este que el juego que mantiene con la muerte es, en esencia, divertido. Los amoríos, disputas, cantares y penas de sus acompañantes no serán más que la afirmación constante de esta máxima.
Mientras la Parca jugaba su inexorable jaquemate, Antonius es capaz de despistarla y tras ella escapa la feliz pareja de artistas con su hijo de un año, que poco sabrían de la vida, pero bien que sabían cantarle. Consuma así su buena acción, salvando de la peste a aquellos que ya enfermaban, pero del más dulce de los males: el amor. Arriba finalmente a su hogar donde le esperan los ojos de idilio de su esposa, como Penelopea esperó a su Odiseo tras una década de infortunios del destino en el Mediterráneo. A diferencia de a Odiseo, a Antonius le espera la muerte tras su llegada, algo que sabe. En un último arrebato de miedo e ira recrimina a Dios y a la Muerte su mudez. Jöns le reprende. «¿Qué le pides a tan noble y alto señor? ¿No ves acaso que él tampoco sabe nada?» Es ya hora de que se enfrente a la muerte como se enfrenta el caballero sin miedo: sin nada que lamentar, sin nada que exigir y, en última instancia, danzando. Nunca fue un privilegiado por ver la partida que mantenía con la muerte, ni su acción fue en absoluto insólita. Antonius hizo lo que habría hecho todo aquel que ama: seguir viviendo.
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