jueves, 1 de agosto de 2019

«El séptimo sello»: miedo a la muerte es miedo a la vida

[PUEDE CONTENER SPOILERS]

Ingmar Bergman dijo una vez en una entrevista que había hecho sus películas más deprimentes y decadentes en sus momentos de mayor alegría personal. No soy yo alguien que se regocije en la desgracia ajena ni mucho menos; sin embargo, si el contrario de esa afirmación es cierto, creo que todos le debemos un efusivo aplauso a la depresión por la que seguro pasó Bergman a mediados de la década de los 50 y que le permitió realizar el auténtico canto a la vida que es El séptimo sello.

Estrenada en 1957, en esta cinta sueca figuran excelsos actores predilectos de su director como son Max von Sydow, Gunnar Björnstrand o Bibi Andersson, ejerciendo cada uno un papel discursivo central en el andamiaje intelectual de todo el filme. El título de este es tomado, a su vez, de un versículo del último de todos los libros que componen la Biblia: el Apocalipsis.

 «Y cuando el Cordero rompió el séptimo sello del rollo, hubo silencio en el cielo durante una media hora.» (Ap 8:1)

A través de esta crítica ayudaremos a disipar la dificultad de la aparente discordancia que supone describir esta obra como un canto a la vida, mientras lleva por título una referencia apocalíptica. Empecemos, bien, por estudiar brevemente el contexto de su argumento.

El metraje gira alrededor de un caballero, Antonius Block (von Sydow), y su escudero, Jöns (Björnstrand). Estos vuelven a su tierra natal tras una década de luchas sangrientas en la Cruzada, solamente para verla diezmada por la peste bubónica. En un clima general de recogimiento y miedo, Antonius es visitado por la Muerte, a quien este reta a jugar a una partida de ajedrez con la condición de seguir con vida mientras dure. Tras este evento comienza verdaderamente el «mensaje» de la película. Como oda a la existencia que es, la gama de temas tratados es de una gran multiplicidad; sin embargo, podemos y debemos destacar algunos principales de entre todos ellos.
 
El miedo juega un papel protagonista a lo largo de toda la historia. Puesto que su desarrollo se da en la Suecia de la peste negra, el temor a la muerte y la frustación por rumores que hablan del Juicio Final están a la orden del día en una sociedad que se encuentra desolada y apática. El pueblo llano se halla agitado en una espiral de violencia que se desahoga con cualquier atisbo de alegría o imaginación. El sufrimiento general es tal que los artistas y comediantes que osan cantar a las bondades de la vida o que se atreven a retozar con mujeres en medio del calvario son humillados y apaleados entre las risas del vulgo resentido. Ante ellos se posiciona a los grupos de infectados por la peste que se autoflagelan lamentando el vivir, a Cristo en la cruz, y, a grandes rasgos, la sacralización del sufrir.

Si bien, el sufrimiento es un arma de doble filo. Una vez se sufre inconsoladamente puede desaparecer el miedo en el corazón humano, que se torna hacia el disfrute y el regocijo el tiempo que las piernas le aguanten, a la vez que interioriza la fugacidad de la vida. Este es el gran Satanás que la estructura eclesiástica pretende evitar a toda costa. El hombre que se deshace de su miedo y asume la llegada de la muerte con serenidad y hasta con alegría en el recuerdo de lo vivido hace tambalear todo su poder. En contraposición a eso, la Iglesia prefiere un pueblo donde el dolor haga la mella contraria y se desarrolle en histeria general, desconfianza al prójimo y hasta crueldad. A través de un vocero que se dirige al pueblo criticando todos los «defectos» de sus gentes (como la femindad o la gordura) y espetándoles un memento mori desde un falso estrado, se evidencia la figura del charlatán que se lucra y lucra al poder desde el sufrimiento siempre ajeno. Aún con todo, la estructura de poder tiene siempre una columna psicosociológica y, en este caso, la encontramos, sin vacilación de ninguna índole, en el hombre pobre de espíritu: aquel incapaz de librarse del miedo y de sonreír a la vida y a las mujeres.

La historia personal de ambos protagonistas anteriormente comentada, sin embargo, previene de su caída en esto último. Dada su cercanía a la muerte en las diversas masacres acontecidas en la Cruzada, afrontan la situación de manera distinta. Frente al miedo anteponen serenidad y sospecha racional. Sin embargo, aun distintas a la del resto, ambas visiones también chocan entre sí en algunos puntos.

Antonius, sabedor ya de que a su vida le queda lo que a una partida de ajedrez, decide acudir a Dios y, en general, a todos los preceptos de la fe cristiana, a los que reprocha su atronador silencio. A través de numerosos diálogos con la Muerte que transcurren durante la película, llega a plantearse varias veces el hecho de que Dios sea solamente una imagen tranquilizadora para aquellos que tienen un terrible temor a las tinieblas que supone la muerte en sí misma. Pero la asunción de algo semejante le resulta demasiado horrible, dado que a esto seguiría la necesidad de afrontar el concepto de la nada como aquello que sucede a la vida, lo cual claramente la privaría de un sentido. Se esfuerza por encontrar tal, pero tras años de guerra y penurias se ha vuelto alguien racional y, a la vez que difícil de asustar, también difícil de convencer. En medio de esta dubitación moral permanente, Antonius se determina a realizar una buena acción que sea insólita, dada su situación «privilegiada» como conocedor de su propio deceso.

Mas el escudero, Jöns, choca con su señor en la necesidad de este de una garantía divina posterior a la muerte. Con muchos años a la espalda en contacto con las irracionalidades de la guerra religiosa y el sufrimiento que de esta emanaba, ha llegado a la conclusión de que el mundo es su mundo. En este, se dedica a sonreír a las mujeres y a los pequeños placeres de la vida a los que sabe fugaces. Considera, así, que es un ser pecaminoso y un alma susceptible en demasía, como para estar inmiscuido en profundas preguntas infinitas. Resulta demasiado insignificante para el cielo y el infierno. Pese a todo, no ignora la lúgubre elocuencia de la muerte cuando se acerca y reconoce a la nada cuando la tiene delante. Sin embargo, –se pregunta– ¿cómo puede hablar su amo del silencio de nadie? ¿Acaso no escucha el cantar de los pájaros, la brisa de las olas, la mirada de las bellas damas o la dulzura de los laúdes?

A través de un quijotesco ejercicio de influencia mutua, Jöns y los demás comediantes y aldeanos que se suman al recorrido de Antonius irán haciendo ver a este que el juego que mantiene con la muerte es, en esencia, divertido. Los amoríos, disputas, cantares y penas de sus acompañantes no serán más que la afirmación constante de esta máxima.

Mientras la Parca jugaba su inexorable jaquemate, Antonius es capaz de despistarla y tras ella escapa la feliz pareja de artistas con su hijo de un año, que poco sabrían de la vida, pero bien que sabían cantarle. Consuma así su buena acción, salvando de la peste a aquellos que ya enfermaban, pero del más dulce de los males: el amor. Arriba finalmente a su hogar donde le esperan los ojos de idilio de su esposa, como Penelopea esperó a su Odiseo tras una década de infortunios del destino en el Mediterráneo. A diferencia de a Odiseo, a Antonius le espera la muerte tras su llegada, algo que sabe. En un último arrebato de miedo e ira recrimina a Dios y a la Muerte su mudez. Jöns le reprende. «¿Qué le pides a tan noble y alto señor? ¿No ves acaso que él tampoco sabe nada?» Es ya hora de que se enfrente a la muerte como se enfrenta el caballero sin miedo: sin nada que lamentar, sin nada que exigir y, en última instancia, danzando. Nunca fue un privilegiado por ver la partida que mantenía con la muerte, ni su acción fue en absoluto insólita. Antonius hizo lo que habría hecho todo aquel que ama: seguir viviendo.

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