Me encuentro confinado en mi casa. Según indican todos los pronósticos,
cada vez más gente de todo el globo me irá acompañando en esta
situación. Pongámonos, pues, manos a la obra y desinfectante en las
manos: aquí van cinco películas para pasar, lo más cómodo posible, este
autoaislamiento.
Contagion (2011)
Con la presencia de estrellas como Matt Damon, Jude Law y Kate Winslet, Contagion narra la historia de un virus letal proveniente de Hong Kong. Allí, el murciélago equivocado entró en contacto con el cerdo equivocado y este fue a parar a la persona equivocada. De ahí en adelante los días pasan y cada segundo se hace contar.
Es cierto que cualquier parecido con
la realidad es meramente accidental, pero no lo parece. Aunque es
verdad que el mundo real no tiene a Matt Damon haciendo de Matt Damon,
muchos hemos respirado la tensión de la pantalla en nuestras calles, en
el transporte público, y hasta en el pensamiento.
En la China del
filme se percibe el hartazgo de sus habitantes frente al racismo de
Occidente. Los apedreamientos de poblaciones chinas en el norte de
Italia y en Ucrania, hace tan solo unas semanas, demuestran que el
hartazgo no es injustificado. Enfermedades como la peste negra, la
viruela y muchas otras fueron atribuidas a un sarraceno e incivilizado
Oriente, muy lejano de nosotros.
¿Un chino tosiendo? Su sufrimiento vale menos.
Si no es el tiempo de la comodidad, sí lo es el de la comunidad. Están, sin embargo, los que no terminan de entender esto.
Una suerte de cultura de la contracultura, menos reivindicativa que bloguera y apologética de la desobediencia per se,
se permite diseminar peligrosísimas dudas en momentos clave. Los
grupúsculos, si bien minoritarios, son coherentes y decididos.
Destapando las sucias conexiones entre las organizaciones de protección
de la salud y los billonarios negocios farmacéuticos, su discurso
conecta con la más dura izquierda anticapitalista y con el negacionismo
antivacunas. Sus palabras son casi tan nocivas como sus gérmenes.
Pero si el ser humano es una pila de mierda sobre otra, es también una pila de bellas hazañas, como decía Sábato.
El metraje reclama también la memoria de esos miles de héroes anónimos en bata que se enfrentaron a lo desconocido.
Si nuestra generación carecía de grandes gestas, ahora sin duda las tiene. Un héroe en una selfie sigue siendo un héroe.
El murciélago equivocado.
El cerdo equivocado.
La persona equivocada.
¿La conclusión equivocada?
Si
algo hemos aprendido de la historia es que las enfermedades son
inevitables. Donde ahora vemos muestras, pacientes o focos, antes hubo
viajes, amigos, calor humano y, no lo olvidemos, solamente personas.
Philadelphia (1993)
Para hablar de personas y no de enfermos, Jonathan Demme nos dejó Philadelphia.
Volviendo
a poner los pies sobre la realidad, la cinta da voz a los afectados por
la última gran pandemia que recuerda la humanidad: el VIH/SIDA.
Creo que no estaría de más recordar a Tom Hanks, quien interpreta aquí el papel protagonista, y que actualmente atraviesa un momento delicado al haber dado positivo en coronavirus.
Dicen por ahí, no obstante,
que si pudo sobrevivir al sida, y a un naufragio, y pudo salvar al
soldado Ryan en la Segunda Guerra Mundial y al teniente Dan en la Guerra
de Vietnam, para él esto no va a ser más que una ligera gripe.
Tema tabú incluso en el momento de su estreno, la trama de Philadelphia se
desarrolla en torno a un juicio realizado a un gran bufete por el
presunto despido improcedente de uno de sus mejores abogados, al
resultar este seropositivo.
A lo largo del proceso se descubrirá
que el despido estuvo influenciado no solo por el prejuicio contra el
sida, sino también contra la homosexualidad.
Si bien el
coronavirus y el sida tienen muchas diferencias en cuanto a gravedad y
sobre todo en cuanto a contagio, ambos comparten haber aparecido en un
grupo muy determinado que luego sería señalado como culpable.
Justamente, es la idea de la culpa la que inunda la mirada de los
personajes en Philadelphia; a ella se opone el deseo de seguir viviendo.
A
los judíos, que envenenaban los pozos para provocar pestes y destruir
la Cristiandad, siguieron muchos siglos de prejuicios, hasta hoy.
Es
cierto que no hay que olvidar los condones, pero si del sida solo se
contagiaban los gays, hay que decir que un par de años después de la
aparición oficial de la enfermedad, más de la mitad de los infectados no
lo eran.
Recordaba Philadelphia mucho menos hollywoodiense: en esta cuarentena, me ha decepcionado.
Por suerte para la crítica, justo en los defectos de la película están las virtudes de su análisis.
En
las calles de esa Philadelphia al ritmo de Bruce Springsteen, puede dar
la impresión de que se cubre el tuétano de la cuestión sanitaria y
económica del sida con un fárrago de ideología jurídica. Ese tribunal
norteamericano, tan idealizado como el jurado de 12 hombres en pugna,
debate al infinito sobre cuestiones de una justicia casi socrática para
el hombre libre. La melancólica banda sonora de Howard Shore intenta
esconder quién paga.
Pero este mito no habría tenido tanto éxito si no hubiera un poco de verdad en él.
La
realidad es que, viéndolo a través de la historia, el sida fue una de
las pruebas de hierro para el funcionamiento de un gran número de
democracias liberales occidentales. En aquella pandemia se comprobó
hasta qué punto los Estados del bienestar serían capaces de proveer a
sus ciudadanos de sanidad universal y gratuita, además de garantizar su
libertad.
Tras la tragedia del VIH la homofobia no dejó de caer en
Occidente, hasta alcanzar mínimos históricos, y muchos países allanaron
el camino al matrimonio igualitario; los drogadictos no eran ya sucios
delincuentes, sino enfermos que precisaban ayuda; los programas de
prevención y reducción de daños, que tantos debates filosóficos
suscitaban, se volvieron una realidad.
De las crisis, y en esto incluyo a las pandemias, se sale con más o con menos derechos.
Si
tras la peste negra, que barrió a casi la mitad de la población
europea, el hombre comenzó a mirar al hombre antes que a Dios, es porque
vio quién curaba mejor a los enfermos.
En estos momentos de
excepcionalidad y “medidas de Estado”, hemos de recordar que el objetivo
de todo político es que sus ideas trasciendan el debate. En cada una de
esas medidas de alarma hay una victoria: tuya o de tu enemigo.
La guerra siempre continúa.
¿A qué mundo quieres salir cuando acabe la cuarentena?
Vayámonos de aquí.
28 Days Later… (2002)
Si
lo que buscas es huir un poco del peso de la realidad y regocijarte en
optimismo pensando que las cosas podrían ser mucho peor, la película
para ti es 28 Days Later…, del aclamado Danny Boyle.
Cinta
de culto ya entre los amantes del género zombi, narra el escenario
post-apocalíptico de Londres veintiocho días después del agresivo brote
de una mutación del virus de la rabia.
La típica de zombis, dirían
algunos. Otros incluso se aventurarían a afirmar que todos los filmes
de zombis son efectivamente típicos, pues apenas se diferencian entre
sí.
Pero entre susto y susto, también hay que saber escuchar los latidos.
Los
infectados, escupiendo bilis, persiguen a sus víctimas humanas para
devorarlas. De ellos salen gritos de odio e ira; ahí está su humanidad.
En sus ojos inyectados en sangre que recorren la nocturnidad de las
calles londinenses, algunos nostálgicos, tal vez vetustos, creyeron leer
los viejos relatos del submundo.
Nada más lejos de la realidad.
Los antiguos muertos vivientes o zombis lentos fueron reemplazados por los infectados o zombis rápidos. La tonalidad grisácea del blanco y negro de los lúgubres cementerios fue sustituida por un verde clínico en cuya pared gotea un esputo de sangre. Al filo de una rápida globalización, el vudú, las lápidas y las cruces fueron apuñaladas por el bisturí.
La película, estrenada en
noviembre de 2002, compartió meses de cartelera con el primer brote de
SARS, desde China para el mundo. Un año antes, tras los atentados del 11
de septiembre, comenzaba la Guerra contra el Terrorismo que
desembocaría en masivas guerras subsidiarias, como la afgana o la
iraquí.
El mundo de 28 Days Later es un mundo acomplejado,
rodeado de ansiedades y fobias; uno que se percibe a sí mismo en una
vertiginosa caída libre donde todo puede estallar en cualquier momento.
Los
efectos de esta cosmovisión nihilista, donde el bien y el mal no
explican nada y donde la especie humana se extingue por un simple virus como cualquier otra,
destruyen a los personajes. Son incapaces de formar una comunidad
social que se sostenga, ya que los deseos de los fuertes priman sobre
los de los demás sin ningún escrúpulo, como en la misma cruda cadena de
la que huyen.
Los crímenes de los supervivientes del holocausto
zombi, precisamente por su naturaleza tan profundamente humana,
horrorizan más que los crímenes de los infectados.
Pero para los
que piensan que esta guerra no puede ser momento de ateísmos, y que
arrepentirse tiene que servir para algo, también hay pelis.
Faust (1926)
Es
por todos sabido que en tiempos de crisis y epidemias, los mitos
ancestrales vuelven a la palestra para perseguir a los hombres. Regresan
a acecharnos las diez plagas de Egipto del Antiguo Testamento, o el Apocalipsis; fuera de lo bíblico, está la antigua leyenda germánica de Fausto.
He de decir que leí el libro homónimo de Goethe hace bastantes años, y muy mal, por lo que no lo entendí. Me consuela convencerme de que si lo hubiera leído muy bien, seguramente tampoco lo habría entendido. Por suerte, la soberbia de la obra maestra cinematográfica que es el Fausto de Friedrich Wilhelm Murnau, estrenado en pleno expresionismo alemán, me es más cercana.
He de decir que leí el libro homónimo de Goethe hace bastantes años, y muy mal, por lo que no lo entendí. Me consuela convencerme de que si lo hubiera leído muy bien, seguramente tampoco lo habría entendido. Por suerte, la soberbia de la obra maestra cinematográfica que es el Fausto de Friedrich Wilhelm Murnau, estrenado en pleno expresionismo alemán, me es más cercana.
En
ese terreno de combate entre el Bien y el Mal que es la existencia,
Mefisto, propagador de guerras y miserias, apuesta con un arcángel de
Dios sobre la fidelidad de Fausto. Este, hombre de Dios y de la cruz, se
desvive día y noche entre libros y pócimas rogando a los cielos por
encontrar la cura de la peste que asola a su pueblo. La intención
mefistofélica no es la destrucción vírica de la humanidad, sino algo aún
peor: la perversión de los hombres buenos.
El sufrimiento de los
que se autoflagelan, de los que odian y señalan buscando culpables y
traidores, sigue siendo impío a los ojos del Divino. Demasiada amargura
en sus corazones.
Solamente la calidez del cariño y la piedad de
los que, entre papiros, buscan el conocimiento por el bien de los demás,
podrá salvar al pueblo de Dios en esta reminiscencia del libro de Job.
En
estos tiempos de excepcionalidad, la mano de Mefistófeles tienta con
hacer arrojar el crucifijo a la llama, encerrando así al corazón en el
cuerpo. Sabe que en época de dificultad se mira a la muerte a la cara y
la carne se arrastra hacia la salvación del uno mismo. La vida se
repliega como basilisco, recordando los momentos del placer perdido.
He aquí cuando se confunden la pasión con la locura.
Fausto
se da cuenta de que ni el brillo del oro ni el de la corona del
Emperador podrán evitar que el fuego del éxtasis inicial empiece a
quemar secamente desde dentro. Los suyos sufren y él se ha ido.
Entre
la blanca mano delicada y la mano muerta de la amada está ese deseo
descontrolado, libidinoso e ilegítimo que explica los demonios de las
masacres, violaciones, allanamientos y defenestraciones de los momentos
límite.
El virus no es el mal; el mal es el virus.
Shaun of the Dead (2004)
Pero bajemos un poco del cielo a la tierra, que me apetece reírme.
Para los que poco o nada tenemos que aportar a la situación, el humor es sin duda el enfoque más sano para esta cuarentena.
Shaun of the Dead (Edgar Wright) es una de esas pequeñas obras maestras de la comedia que nadie conoce. Combinando, como nunca antes se había hecho, el género zombi y la clásica romantic comedy, el resultado es una película fresca, talentosa y, sobre todo, desternillante.
Proveniente
de las tierras de Shakespeare, algo de su espíritu permanece: ese humor
inglés, tan brillante como eterno, no se saltaría la hora del té ni
aunque se abran los suelos.
A la carne putrefacta del terror
histórico de George A. Romero o John Carpenter, se unen unos diálogos
dignos de los Monty Python. El guion, con la perfección de una cábala,
es todo un sistema de chistes sin terminar que esperan a completarse
después para así picar aún más.
Todo un eterno retorno del ingenio. No en vano la palabra inglesa wit abarca desde la inteligencia hasta la corrosión, pasando por la belleza.
Mi
cariño por esta cinta es tal, que si normalmente acostumbro a pausar
por escenas los filmes sobre los que escribo, para tomar apuntes, con
este me ha sido imposible. El descojone es tan dinámico y generalizado
que el diafragma, una vez dilatado, te pide seguir y seguir.
Mi
decantación por recomendarla, a riesgo de repetirme en el cine de
muertos vivientes, es porque pone frente al espejo lo mejor del género
cómico y del terrorífico.
Si es el momento del confinamiento y el pánico, es también el momento de escuchar Ghost Town de The Specials o Panic de The Smiths, así como de emborracharse bien a la luz de la oscuridad.
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