viernes, 29 de mayo de 2020

¡Feliz fin del mundo!

A principios de este año salía mi artículo Cine nazi para la nueva década. En él, partiendo de la filmografía de Leni Riefenstahl y de la música de Wagner, analizaba tímidamente cómo las diferentes alt-rights asimilaban los sentimientos de voluntad popular –desaforados y con deseos de romper con todo– en su camino hacia el poder. En el decenio 2020, pronosticaba, los nacionalismos seguirían creciendo vertiginosamente y terminarían de colocar los clavos de un nuevo consenso neoliberal total en un mundo ya multipolar.

El coronavirus lo cambió todo. 

Hoy volví a ver 100 Dinge (100 cosas en español), comedia dirigida y protagonizada por Florian David Fitz. El éxito de esta obra fue tal, que se convirtió en la película más taquillera en Alemania del año 2018. Por supuesto, ninguno nos enteramos de esto. 



Sin embargo, la gracia del asunto comienza aquí mismo, y es que a lo que los alemanes llaman “comedia” es lo que el resto del mundo vendríamos a catalogar como un drama medio, incluso tirando a intensito. 

No es la primera vez que los nórdicos nos hacen gracia por intentar ser graciosos. 

Yo, fan confeso de The Office, recuerdo haberme sentido hasta ilusionado cuando descubrí que Lars von Trier había apostado por sacar su propia versión de esta serie con El jefe de todo esto (2006). El entusiasmo terminó cuando le di al play. 

“Hola, queridos espectadores, soy Lars von Trier y esto es una comedia. Ocurre tan solo una cosa: no hace gracia. ¿Por qué? Porque yo no soy un puto director de comedias. Sin embargo, como la tengo tan grande, voy a suplir esto rompiendo continuamente la cuarta pared, haciendo referencia a la literatura nórdica (es por si no saben que yo he leído mucho) y también a la sordidez del cine Dogma, que inventé yo mismo por cierto. Que la disfruten.” 



Pobre Lars, de verdad... Necesita ayuda. 

Pero dejemos a un lado la difícil relación entre la risa y el norte de Europa, y regresemos al filme de hoy. 

Si bien es cierto que 100 cosas no destaca especialmente por ser graciosa, la razón por la que merece una crítica es ser de esas películas que marcan un fin de época. 

Paul y Toni, dos brillantes informáticos, consiguen desarrollar una aplicación que lee y monitoriza los sentimientos de sus usuarios con tal de proporcionarles un servicio aún más personalizado. Babeando ante el invento, Facebook les ofrece un contrato millonario para hacerse con la distribución. Inicialmente alegres por el éxito, el remordimiento pronto hará mella en los protagonistas. Empiezan a preocuparse no solo por el efecto que tendrá la app en la dura lógica del consumismo, sino también por cómo afectará esta a la felicidad de las personas del futuro. En medio de un arrebato ascético, ambos deciden embarcarse en una apuesta, por la cual renunciarán a todas sus posesiones a lo largo de cien días, recuperando solo una cada día. 

Dentro del contexto alemán, la cinta está llena de simbolismos. Contraponiendo la miseria material de los abuelos en la dura posguerra y la miseria moral de los padres en la gris RDA, surge la pregunta de por dónde se escabulle la alegría de los hijos de lo que, hasta hace muy poquito, llamábamos el presente. 



En su cuento Deutsches Requiem, Borges ya hablaba de Alemania como nación ecuménica, en cuya historia se reflejaban las de todas las demás naciones. Es por ello que no sorprende que una brillante crítica al capitalismo tardío como esta se dé en el motor económico de Europa. 

Después de comprar unas zapatillas nuevas por Amazon, irse de techno-clubbing cerca de las ruinas del muro de Berlín y una vez apartada la vista del móvil, el agujero permanece en el alma de unos jóvenes posmodernos con 10.000 posesiones de media. Anhelan una respuesta a la duda que los consume por tanto consumir: ¿qué le falta a una generación que lo tiene todo? 

La juventud occidental, que ya veía el futuro con ojos de desesperanza incluso antes del abismo de la actualidad, termina de desengañarse. Con más capacidad para imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo y nacidos del sistema, miran cara a cara a este y sufren. 

Pero mucho más allá de cuestiones sociopolíticas, la película se convierte en una verdadera odisea en busca del significado de esa fuerza primera, motora de la existencia: la felicidad. 

A medida que avanza el experimento y los protagonistas renuncian a los bienes materiales, se dan cuenta de la lógica enfermiza que ha estado moviendo su bienestar. La percepción es la de un hámster atrapado en una rueda que gira y gira, con deseos de comprar siempre el siguiente producto que vaya a traerles la dicha. 

Nunca se había tratado de la felicidad, sino de su promesa eterna. No eran ellos quienes habían estado al mando, sino sus deseos. 

Ante este panorama introspectivo, y casi sin quererlo, ambos destapan el egregio debate sobre si la felicidad es un eterno buscar algo, o si no tratará también de disfrutarlo al haberlo encontrado. 


La conquista de la grandeza, según un bíblico Nietzsche en Así habló Zaratustra, era una tarea para aquellos capaces de escalar una eterna hilera de cordilleras. Habría que ascender y ascender, dejando atrás a aquellos que intentasen convencernos de no ir más allá de las nubes. No obstante, aunque a escondidas, Zaratustra no pudo evitar llorar amargamente cuando uno de sus discípulos le recordó que si la fila de montañas era infinita, también lo eran entonces las laderas cuesta abajo. 

Sin embargo, la respuesta estaba en nuestro bolsillo. 

En ese artefacto rectangular, que oscila del blanco al negro, se encuentra la felicidad estática. En sus líneas rectas no hay ascenso ni descenso alguno que pueda turbarnos al recibir nuestra dosis de soma. Nos conoce mejor que nadie y nos hace sentir la persona más completa en un mundo de seres a medio hacer. Con la firmeza del sonámbulo, en su compañía avanzamos a ese temido momento en el que no solamente no podremos decir que no, sino que no querremos decir que no. 

Vaya comedia, ¿eh? 

Y solamente íbamos por la juventud... 

Para la generación de nuestros padres la disyuntiva es similar. Observan a unos jóvenes distraídos y atontados por sus comodidades, aislados en sus móviles. No los comprenden, y tampoco estos los comprenden a ellos. Contemplan abrumados un mundo en constante cambio (valga el oxímoron) y que les exige continuas reinvenciones. Arriba y abajo en las laderas, han olvidado quiénes son y no quieren eso. Sienten miedo hacia un futuro que no les da ninguna seguridad; sus fuerzas ya no son las que eran. 



En el contexto germano-oriental la desilusión se revuelve contra la Alemania de la reunificación. La acusan de haber traicionado a la generación que luchó por la libertad en el 89. Las recetas de Bonn fueron tan silenciosas como sangrantes: olvido. Algunos, antes de admitir para sí mismos que a lo mejor Marx no estaba tan equivocado, prefieren dar su voto a la extrema derecha. El fantasma de esta recorre la película. 

Por todas estas razones y más estamos ante un cine de canto de cisne. El film narra un mundo consciente de que no podrá mantenerse como está durante mucho más tiempo. Comparte con la cinta Parásitos una suerte de enfoque profético sobre la necesidad de pasar página en la historia, en tanto que arrojan tanta luz sobre cómo funciona el mundo en el que ya no vivimos. 

Como en el principio de incertidumbre de Heisenberg, cuando las cosas se ven con tan claramente es porque están a punto de irse. Así ha sucedido. 

Es evidente que ahora nos encontramos en un punto crítico de la montaña. Nos toca a nosotros movernos para saber si estamos en lo más bajo del valle con la ardua, pero a la vez hermosa, tarea de escalar hacia un nuevo cielo, o si, ya en la cima, hemos tocado techo como sociedad y hay que volver a descender a los infiernos. Lo bueno es que nos toca precisamente eso: movernos. En nuestro caminar queda decidir si todo lo anterior seguirá siendo parte de este nuevo mundo al que nos han lanzado de repente. 

Entre la felicidad estática y la felicidad dinámica, yo me quedo con aquella en que se saborean mejor las bocanadas del aire que se respira. Entre la felicidad del poseer y la felicidad del buscar, yo me quedo con el viento en el rostro. Sí, conozco la amargura de ambas. 



¿Pero y los abuelos? 

¿No nos estamos olvidando de ellos? 

Los abuelos son demasiado viejos ya como para dejarse seducir por la palabrería de un charlatán como yo. A la vez, son demasiado jóvenes para perder el optimismo. 

Consejo de una abuela de Alemania del Este, de estas que han peleado tanto con la vida que han salido nadando con la navaja en la boca y que se han quedado con la cara de Klaus Kinski con peluca: “La felicidad es como el agua. Quien solo se aferre a ella, se pasará la vida con los puños cerrados.” 

Sin embargo, una cosa sí que es cierta: el canto de otro mundo hacia otro mundo no nos queda tan lejano.

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