jueves, 27 de agosto de 2020

«She Dies Tomorrow» (2020): terror optimista y terror pesimista

Ha habido poco tiempo para pensar en cine este año.

Con festivales cinematográficos suspendidos mundialmente y un hundimiento billonario de la industria, el 2020 en sí mismo ha sido una película. De la pantalla que lo proyectaba todos hemos querido apartar la mirada en algún momento.

Algo parecido ocurre con She Dies Tomorrow (Amy Seimetz): lo último en el cine de terror.

En medio de estos tiempos, la cinta de Seimetz ha tenido el privilegio de ver la luz entre tantísimos proyectos abortados, fue estrenada hace tan solo dos semanas.

El resultado ha sido, sin embargo, el aborto en sí mismo.

Ruego que no se me malinterprete: la película no es mala, sino que es algo similar a la definición de un tan doloroso proceso en todos los sentidos. Pocos filmes albergan dentro de sí una posición tan antinatalista.

Pero el cáncer del pesimismo en el arte no es nuevo. Desde los textos de Teognis hasta los tragos de Bukowski, pasando por eso que llamamos Francia, muchos han sido los yonquis que se han drogado con esta actitud. Se convencían de esta manera de estar dando lugar a la combinación perfecta entre belleza y esterilidad.

¿Así que por qué hablamos hoy de She Dies Tomorrow?



Lo hacemos porque, desgraciadamente, pocas películas han estado tan a la altura de nuestros días. Veámoslo.

Amy, una joven en medio de sus treinta, se levanta una mañana con el convencimiento de que morirá al día siguiente.

“I am going to die tomorrow”.

Aterrada, recurre a sus seres queridos, queriendo pasar con ellos lo que entiende que son sus últimos momentos con vida.

“I am going to die tomorrow”.

Estos consideran inicialmente que se trata de un episodio de ansiedad, pero pronto descubren que padece de una muy contagiosa enfermedad que conduce a sufrir del mismo pensamiento a todos los que se le acercan.

“I am going to die tomorrow”.

El factor epidémico en la historia permite, sin duda, una fácil identificación con una actualidad que hacía mucho que no estaba así de triste. La razón de la amargura no es ya el propio mundo como tal, sino la escasa capacidad de sus protagonistas para imaginar uno diferente.

La pandemia de COVID-19 no ha sido sino otro ejemplo más de un despertar de la negatividad en el mundo artístico en momentos de malestar colectivo.

La peste negra terminó con más de la mitad de la población de Europa. El silencio que expandió por las verdes praderas del continente fue elocuente. De entre todos los sepulcros, la Danza macabra. El Papa, el Emperador, el Obispo, el Sacristán y el Labrador danzaban todos juntos alrededor de la Muerte; todos ellos distintos ríos hacia el mar, que era el morir.


Cuadro de Las edades y la Muerte, de Hans Baldung


La gripe española de 1918, ayudada por las trincheras de una extensa guerra mundial, exterminó al 1% de la población planetaria. El desencantamiento del mundo fue tal que una muy convencida camarilla de vanguardistas abogó por expulsar para siempre al ser humano de la creación artística. La crítica a las luces de la Academia y la obsesión por la forma no fueron sino caballos de Troya de una deshumanización maldita y de un pesimismo militante.

¿Qué llevó a la diversa paleta de colores de la Impresión a convertirse en el envolvente negro de la Expresión? ¿Habrá sido acaso el rojo de la sangre?

A ninguno se nos escapa lo mucho que han cambiado las cosas entre 1348 y 2020. Lo que a veces no ha tenido tanta atención como merece es el cambio acontecido en nuestras pesadillas y, más aún, en el origen de estas.

El terror, tan antiguo como el miedo, es sin lugar a dudas uno de los géneros más complejos; maleable a la vez que profundo. Puede envejecer muy mal, y a veces llegar a confundirse con la comedia o el blockbuster. Pese a todo, entenderlo es sinónimo de entender a la sociedad. ¿Qué más humano pues que el temor y que el temblor?



En tiempos de Carlomagno, ciñéndose la oscuridad sobre la aldea y dado el toque de queda, el mal acecha en la noche. Una joven sale en mitad de una lóbrega sombra a buscar agua en el pozo.

De las chimeneas hace mucho que dejó de brotar humo y a lo lejos se sienten ya las voces de los ancestros. El reflejo metálico en la cruz de la capilla abraza el frío de la luna solitaria.

De entre los arbustos vislumbra algo entre un cerdo y un perro. El sonido de las hojas estima, sin embargo, la grandeza de esta criatura. Su carcajada la convence de su humanidad. Finalmente, los ojos enrojecidos se abalanzan contra ella. Cae al suelo.

De pronto, una cegadora luz quema las córneas del demonio. El fuego del Señor, cuya chispa brota de un corazón limpio, protegido por el crucifijo, espanta al engendro. La piel se le llena de callos; vuelve a la oscuridad.

Al terror le es contrapuesto el convencimiento de un alma pura, de un alma en paz. La confianza en la bondad de Dios no es sino la creencia en lo positivo del ser humano que recorre su recto camino: la confianza en uno mismo.

El miedo, una vez entendido como tentación, es transformado en ansiedad y luego en histeria. Revelado como un bicho con el rabo entre las piernas, pegarle una patada en el culo es cosa hasta de chiquillos.

¿Quién negará entonces el profundo carácter humanista del terror medieval?

¿Será posible que encontremos la llama más brillante de confianza y de amor entre lo más oscuro de la mal llamada Edad Oscura?

Para un terror amigo de la gloria, véase la obra Häxan, de Benjamin Christensen.


Fotograma de Häxan


Pero fuimos alejando a Dios de nuestras vidas.

A medida que, por culpa de Galileo, descubríamos que no éramos el centro del universo, el ser humano se convertía en un conjunto primero de células y luego de átomos. Meras piezas en un conjunto mucho mayor, vendido como descifrable, pero que nunca terminamos de comprender.

De esta forma comenzaron nuestros conflictos con la naturaleza, la ciencia y posteriormente con la tecnología (dando lugar a la ciencia ficción, que no dejó nunca de ser un subgénero de nuestro terror al futuro), esta vez sin el cobijo de la identidad personal. La obra Frankenstein, de Mary Shelley, y la bibliografía de H.G. Wells podrían ser ejemplos muy claros de esto.


Portada de Frankenstein, de Mary Shelley


Portada de Solaris, de Stanislaw Lem


La propia vida y muerte eran ya conceptos cuestionables. Mirar a través de un microscopio era ahora también mirar hacia dentro de uno mismo. El cristianismo agonizaba lentamente y el nihilismo se iba fortaleciendo; tener miedo iba cada vez menos unido a ser capaz de superar ese miedo. Las estructuras celulares formaron una mano ensangrentada.

El mazazo final lo dio probablemente Freud junto con el resto de maestros de la sospecha de la razón humana. Del subconsciente aparecieron los más profundos horrores, que no trajeron más que calamidades a la humanidad.

El alma, antiguo elemento conciliador del corazón asustado, luz de la templanza y reafirmación del yo, era ahora el problema.

Así llegamos hasta 2020 y hasta Amy Seimetz con su She Dies Tomorrow, cuando el ser humano se encuentra en el peor estado para enfrentarse al mundo a su alrededor, cuando menos capacidad posee para enfrentarse a sus propios miedos.

Pero, Amy, como hombre de mi época que soy, desconfío de los que están preparados para morir. ¡Y más aún si son ateos!

She Dies Tomorrow, obra artística cumbre que relaciona unívocamente la modernidad y la ideología de género con el terror pesimista, es tan solo un bache en el alma a ser superado. Ni siquiera es un cáncer como dije antes, sino más bien un quiste a ser extirpado.

¡El terror es movimiento! ¡El terror es dinamismo! ¡El terror es oportunidad!

El terror es libertad.

Y cuando llega la hora de la Danza de la Muerte, ¿puede alguien no sentirse más que arriba entre los pentagramas de Saint-Saëns?


¿No entiendes acaso, Amy, que el terror no es paralizante?

Cuando lo es no es terror, es cine para los muertos; es maldad. Y eso está tan visto que es aburrido.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=NyIamGRvqAk


No hay comentarios:

Publicar un comentario