miércoles, 9 de octubre de 2019

«Cold War»: el erotismo (anti)comunista

Cold War (2018), la última cinta del galardonado y excepcional Paweł Pawlikowski, es de esas películas que rápidamente escalan a convertirse en patrimonio.

Bebedora de las líneas maestras del cine polaco de Wajda o Kieślowski, su razón de ser un «film patrimonial» dista, sin embargo, algo de esto. Aquello que la destaca no es solamente el lugar de donde viene. Su singularidad no es la de un país, sino la de muchos, muchísimos.
 
Estamos ante un cine cuya simiente va mucho más allá de fronteras. Un cine cuya nacionalidad son los sistemas.

Sus imágenes versan sobre el recuerdo de un fantasma y los miedos que este provocaba a su paso. Al oír su nombre, las miradas de sobrecogimiento y solidaridad entre un croata y un coreano cruzan la habitación y más que eso.

Cine de nacionalidad: una idea muerta. La idea que más orden y consenso internacionalista ha generado. Eso sí, en su contra. Cine de nacionalidad fantasmal. Cine de nacionalidad comunista.


La película comienza en los duros años de posguerra en la Polonia comunista. Allí dos artistas, un director de orquesta y una cantante de la misma, se enamoran perdidamente. A medida que la orquesta progresa y gana fama, les surgen también muchas oportunidades de viajes. En uno de esos viajes, deciden «cruzar al otro lado».

¿Pero por qué hablamos de erotismo?

Para contestarla, es importante dejar claro que este artículo no es ni pretende ser una crítica profunda del capitalismo y el comunismo. Se trata, más bien, de entender cómo estos dos sistemas hicieron el amor durante el siglo pasado. De comprender a qué parte del alma apeló cada uno para la consecución de sus objetivos. De observar cómo el uno y el otro sedujeron a las personas para que realizaran acciones por encima de ellos mismos en completo romanticismo.


Disculpa, eso sí, y por adelantado, a aquellos que en la intimidad de la alcoba gusten de susurrarle al oído del comunismo «socialismo real» o «socialismo del siglo XX». Respeto máximo también a los amantes del sadomasoquismo que gusten de referírsele como «marxismo-leninismo del ciclo de Octubre».

En la película, fiel reflejo de la realidad histórica, no deja de estar presente la idea de pasar del bloque socialista a la Europa occidental capitalista, de «cruzar al otro lado». Sin embargo, no encontramos una convicción moral o ideológica real en los personajes a la hora de hacerlo. Inmersos en el clima de represión y rigidez ideológica de la Polonia estalinista, sin apenas contacto con el exterior, irse sigue siendo una meta del alma. Desertando de un país que decía estar construyendo la paz entre los pueblos y la sociedad sin clases, a los personajes los mueven fuerzas pasionales por encima de ellos.

La trama narrada en la película y ambientada en los años 50 no es solamente el preludio de una larga historia de éxodo. Es también el germen de una cultura del éxodo. Vemos como el escapar se acabaría convirtiendo en un fenómeno cultural hegemónico en Europa del Este. La idea de marcharse formaría parte del imaginario del habitante medio.

¿Pero cómo llegamos a esta situación? ¿En qué momento pasó a estar la balanza tan desequilibrada?

Retrocedamos a una fecha aparentemente impasible como es 1948.

Stalin había ordenado a sus tropas el bloqueo militar y humanitario de Berlín Occidental con el objetivo de ocupar la ciudad entera. A esto, los americanos respondieron con el establecimiento de un puente aéreo. A través de este arrojarían víveres y demás recursos que permitirían mantener a la ciudad con vida, especialmente en vista del invierno que se avecinaba. Los aviones norteamericanos, que tres años antes solo habían traído fuego y destrucción, eran ahora recibidos con aplausos por los berlineses.

Entretanto, en la zona de ocupación soviética de la ciudad, una camarilla de estudiantes marxistas de la Universidad Humboldt se preguntaba por lo ocurrido. No entendían por qué tal conflicto decisivo no había terminado en la inexorable lucha de clases; por qué no había estallado ya la esperada revolución proletaria internacional.

Un joven estudiante alzó la mano y dijo «Los americanos comprenden el materialismo histórico».

Se hizo el silencio.

Ese estudiante había evidenciado que para que el pueblo pensase siquiera en la revolución, antes tenía que no estarse muriendo de hambre. Habían olvidado que, según el propio Marx, «el hombre piensa como vive y no vive como piensa».


Tras el olvido de esta máxima clave comenzó la Guerra Fría.

Contra el comunismo europeo se empezaron a desatar no solamente fuerzas militares y económicas, sino también unas extrañas fuerzas pasionales nunca antes vistas. Tales fuerzas alababan lo placentero y lo inmediato, frente a lo eterno e imperecedero que rezaba en el socialismo más utópico. Al viejo sistema de grandilocuentes objetivos y finalidades etéreas se oponía la trasatlántica concupiscencia de la Coca Cola. Se iniciaba así la última gran batalla entre el amor carnal y el amor platónico.

En una Polonia y una Europa oriental de posguerra que intenta recuperarse, el vocabulario y la retórica utilizados son el mismo que durante la guerra. Se sigue apelando al sacrificio, al esfuerzo común y pelear sin que nada de ello parezca tener fruto, metafísico siquiera. Hastiados con ese clima belicista, la idea de la rectitud, la corrección en el arte, y la rigidez moral del sistema, Berlín es la gota que colma el vaso para los personajes de Cold War.

En el Berlín Oriental aún era prácticamente todo ruinas tras casi diez años del fin de la guerra. En el Berlín Occidental, el glamour de las luces brillantes y los coches de lujo desbordaba las amenazantes fronteras. Aprovechando que aún había tránsito libre previo al muro, pasan.

En la más terrible de las amarguras, nuestros protagonistas descubren en vida la bufonesca máxima nietzscheana. Frente a un Goethe que afirmaba que «solo los símbolos son eternos», el bigotudo sentenció que «lo eterno es solo un símbolo». La elocuencia de esta contraposición supera la barrera del idioma.

Sin embargo, la culpa no les abandonó nunca. Las duras acusaciones de sus compatriotas de ser desertores de un país que se esforzaba por construir la «justicia social» provocaron mucho dolor. Este sentimiento se acrecentaba cada vez que topaban con todas las imperfecciones e injusticias del capitalismo en el que ya vivían.

Cuando el dinero escaseaba, que era casi siempre, hacían malabares para no ser vistos como proletarios en una sociedad de propietarios.

Pero al capitalismo le perdonaron todo.

Tuvieron que hacerlo, pues ya no había vuelta atrás.


Una vez en el Oeste, nuestra pareja de artistas se instala en París. Su recibimiento allí es también agrio.

Una parte de la intelectualidad recoge la acusación de «desertores». Han abandonado a su suerte a un pobre país que intentaba «levantar el socialismo con todo en contra», algo que estos intelectuales, por supuesto en la teoría, apoyan.

La otra parte no es mucho más esperanzadora. Frente a la perfección de la técnica y la belleza absoluta con un retrato de Stalin y Shostakóvich en la pared, en Francia encuentran un arte corrompido hasta la médula. Sin nada que decir, los artistas emponzoñan sus aguas con vacías metáforas para hacerlas parecer más profundas.

Lo que antes fue una profesión para servir al pueblo en mucha disciplina era ejercida del otro lado sin reparo como un acto de nihilismo comodón.

El sentimiento de hastío por la censura de antaño compite con la sensación de vacío por la total intrascendencia de ahora.

En su desamparo, comprobaron que la respuesta de Nietzsche a Goethe era válida a ambos lados del telón de acero. Irónico es que la palabra que denota símbolo en el alemán original sea Gleichnis, la que podría llegar a interpretarse como un espejo parabólico.

En la ópera Tannhäuser, de Wagner, el caballero homónimo expone las bondades del amor sensorial ante una corte prusiana caduca y vieja que se decanta por el amor ascético. En esta lucha, el único con posibilidades reales de ganar es el propio amor.


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