sábado, 7 de septiembre de 2019

«Miss Violence»: sonrisas de una insólita normalidad

Miss Violence, película estrenada en 2013 y dirigida por Alexandros Avranas, es parte del cataclismo que estremece al cine griego desde hace una década.
  
Como ocurriría con cualquier pueblo que perdiese la mitad de su PIB en tan solo 10 años, la ingenuidad difícilmente está a la orden del día entre los helenos. Sabedores de lo que hay, esto se ha reflejado inequívocamente en su cine. Lejos ya y para siempre de la campechanía y afabilidad folclórica de Zorba el griego, la seña de identidad del cine en Grecia ha mutado. Recordándonos un poco a latitudes más escandinavas, la sordidez y la incomodidad se han adentrado en todas las historias que tiene para contarnos. Otros directores como Athina Rachel TsangariAttenberg (2010)– o el pujante Yorgos LanthimosCanino (2009)– confirman este punto de vista. 

¿Pero qué es aquello que hace a Miss Violence tan interesante? 

Yendo brevemente a través de su trama, podremos ascender a mirarla a los ojos. 

[ A partir de ahora este artículo puede contener spoilers ] 

 

La película comienza mostrándonos una numerosa familia aparentemente idílica y perfecta que celebra con alegría el undécimo cumpleaños de una de sus miembros. Vemos un matrimonio mayor, un niño, una niña, dos chicas adolescentes y una mujer adulta que afirma estar embarazada. En medio del festejo, la cumpleañera se lanza por un balcón con una sonrisa en los labios. 

Tras este hecho, el espectador irá descubriendo efectivamente lo poco grato del entorno familiar. El padre de familia, esposo, padre y abuelo a la vez, maneja todo con mano de hierro: exige una milimétrica obediencia de sus órdenes y una lealtad inquebrantable. Los sentimientos y emociones a ser expresados entre ellos mismos y hacia fuera están rigurosamente calculados con la intención de dar la imagen de familia ideal. 

Acosados por la situación económica, pronto se descubrirá el precio a pagar por el statu quo. No deseoso de trabajar en algo que le aleje del poder de su casa, el patriarca de familia maneja una red de prostitución con sus propias hijas. Tras finalmente cruzar la línea de prostituir a la niñita más pequeña de la familia, el pater es brutalmente asesinado por su esposa. Esta también sonríe. ¡Pero su sonrisa es la misma que la de su nieta al suicidarse! 

Este último elemento parece desconcertante. ¡No tiene sentido! ¿Por qué iba a ser la sonrisa de dolor del principio la misma que la sonrisa de liberación del final? Pero es solo a través de este desconcierto que podemos empezar nuestra trina odisea. 

Uno de los comentarios que ha de hacerse está directamente relacionado con el contexto político-social griego. Tras la crisis de 2008, la clase media mediterránea comenzó a resquebrajarse a una rampante velocidad. El caso griego fue el más extremo. La causa de este cuestionable pater familias no es sin embargo más que esta: el mantenimiento de la normalidad. 

Despojado de sus riquezas, el pueblo heleno fue también despojado de su inocencia. Haciendo un fiel reflejo de esto, la cinta nos muestra cómo esa clase media «normal» nunca existió. Sin embargo, no es que no existiera porque no fuera clase media. ¡Por supuesto que ahí estaban la mesa llena, los viajes a la playa, los dos coches, las apariencias ante los amigos y todo tipo de comodidades! Nunca existió en tanto que nunca fue normal. El sufrimiento del explotado fue siempre su sustento, solo que ahora ya no se puede proteger a la familia de ser ese explotado. 


Esto nos lleva al otro elemento básico para entender lo que tenemos frente a nosotros. La pregunta aquí es, sin embargo, doble en un sentido muy hermoso. Si fallamos a contestar «¿Por qué es así el estado de las cosas?», tal vez podemos probar a responder «¿A qué o a quién beneficia el estado así de las cosas?». Nos estamos preguntando sobre la legitimación, querido lector. 

Es claro que una mesa llena de comida en el desayuno o poder disfrutar viendo la tele después de cenar son elementos que legitiman muchos regímenes de poder. La apariencia de bienestar frente a los amigos es otro, especialmente en una sociedad individualizada que cierra la puerta de la calle con llave. Lo interesante aquí es que si al menos la mitad de los miembros de la familia están siendo forzosamente prostituidas para mantener lo que hay, ¿cómo se mantiene esa falsa normalidad? La legitimación cae en aquellos pobres elementos que desconocen todo: el niñito y la niñita. Es en torno a ellos durante un momento que gira toda la película. Es su bienestar el que impide que los personajes se maten entre ellos. 

Pero es tras prostituir a su nieta más pequeña que el abusador comete el error que lo destronará. Con ese acto, posiciona el balance de poder de una manera claramente patriarcal en una familia mayoritariamente femenina. Como una metrópoli que delega el poder de sus colonias en un ejército de negros a la vez que es abiertamente racista. Como un dictador militar que sube los impuestos a su casta dirigente para enriquecerse de manera personal. Como estos y muchos más ejemplos, el padre de familia es asesinado. Algo nuevo se instaura. 

El metraje va llegando a su fin, pero es claro que lo nuevo por llegar no está ahí para liberarlos. Con una malévola sonrisa, la abuela toma las riendas y comanda, como hiciera su marido, cerrar la puerta de la calle con llave. 

 

El previo reinado autoritario ha conseguido unos personajes emocionalmente discordantes que no sienten nada. Sonríen, pero no de alegría. El dibujo en sus labios, más que una sonrisa, parece un gesto de aflicción dado la vuelta. Todo esto se esfuerza en demostrar que la máxima calderoniana se cumple y la maldad solo engendra maldad. No es el momento de la paz, sino el de la victoria. 

El propio Che en su día alabó las virtudes del odio en el corazón humano en aras de realizar las más grandes obras revolucionarias. Se le olvidó tan solo que con odio dentro tales obras no se hacen para nadie más. 

Panem et circenses en una normalidad que chorrea lodo y sangre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario