domingo, 29 de septiembre de 2019

¿Dónde queda Kenya?

Eye in the Sky (Gavin Hood, 2015) es una de esas pequeñas sorpresas que se da uno rebuscando en el cine de acción convencional. Detrás del ya extenso género cinematográfico de operaciones antiterroristas como fachada se encuentra una película incómoda. Entre las cuestiones planteadas está el eterno e insoluble problema de la justicia universal. Pero un nuevo –¿o no tan nuevo?– actor entra en escena: la tecnología.

La película comienza de una manera en que pretende dejar las cosas bien claras. Tras el asesinato de un agente keniano-británico por un grupo terrorista islámico a las afueras de Nairobi se evidencia una de las premisas de las que parte todo. Vemos cómo suenan varios teléfonos. Uno está en Las Vegas, otro en Londres. Lo que ha ocurrido en un lugar, ya ha ocurrido en todos.

Tras este evento arranca la trama. Esta gira en torno a una operación militar conjunta de los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido y Kenya en el territorio de esta última. El objetivo es la captura, y posteriormente pasa a la eliminación, de unos altos mandos del grupo fundamentalista Al-Shabaab, que pretendían realizar un atentado suicida. Se da, sin embargo, la particularidad de que entre los organizadores hay un pequeño grupo de ciudadanos estadounidenses y británicos conversos.


Es con todo esto que surgirán todo un cúmulo de preguntas y cuestiones, algunas de las cuales atormentarán también a los protagonistas de nuestra historia. Para entenderla habrá, por suerte, unos cuantos conceptos clave.

Haciendo referencia a lo comentado anteriormente: aquello ocurrido en un lugar, ya ocurre en todos. Estamos, pues, ante un mundo globalizado. Sin embargo, no podríamos dejar de considerar ingenuo a aquel que pensase que estos cambios se han producido por una causa ideal o ideológica, como Fukuyama en El fin de la Historia. Nunca pretendió el ser humano como fin en sí mismo saber todo lo que ocurría en cualquier parte y en cualquier momento. No lo pretendió no porque no lo quisiera, sino porque nunca lo imaginó posible. No. Todo esto fue y es un efecto colateral del desarrollo tecnológico.

Es este desarrollo junto con la aparición con fuerza de Internet y su inmediatez informativa lo que finalmente contribuyó a que acabásemos «pensando como planeta» ahora más que nunca. Pero «pensar como planeta» es algo más allá de una frase bonita. Significa también delegar en el planeta como sujeto una serie de competencias donde le reconocemos autoridad. Las que hay están trepidantemente avanzadas, como el comercio. Algunas se pretenden empezar a construir y a desarrollar, como la ecología. Otras brillan por su ausencia, como la justicia universal.

Me arriesgaré a quedar como un pesado al referenciar otra vez el que «aquello ocurrido en un lugar, ya ocurre en todos». Lo hago porque hay aquí un pequeño truco. ¿Por qué hablamos de que un hecho ocurre en todos lados, cuando los teléfonos anteriormente mencionados sonaron solo en EEUU y en Reino Unido? ¿No será que nuestra concepción del «todo» es la misma que de la de EEUU y Reino Unido? No es ni un truco ni es pequeño, sino una cuestión de hegemonía cultural.


Pero la cosa no se queda aquí. Esa hegemonía cultural viene de la hegemonía tecnológica y esta, a su vez, del poder económico. Ya que ha sido la tecnología de los países más poderosos la que nos ha traído la capacidad de pensar como planeta, estamos tal vez condenados a ver el planeta a través solo de estos países. Como consecuencia ocurre lo mismo con la justicia universal.

Lo demás es solo concretar. En la película, circunstancia tras circunstancia, se confirma esta trágica teoría con un rigor de deducción lógica.

Se dan inacabables y enrevesados debates de naturaleza jurídica y diplomática por la muerte de un ciudadano británico y otro estadounidense; la sangre keniata vale menos. Los mandos militares mienten sobre el daño colateral hacia civiles provocado en la operación. Nadie puede levantar la mano contra esto en medio de una obediencia militar sacrosanta. A los soldados responsables, rotos por dentro, solo les queda pensar que lo han hecho por su patria. Su poderosa patria.


Sin embargo, esta hegemonía de los países ricos no es total. La película es en sí prueba de ello. En ella vemos que las que una vez pretendieron ser las fuerzas del «bien» en una «lucha entre el bien y el mal» sufren de los mismos problemas morales que el más débil de todos nosotros. Está por ejemplo la vulnerabilidad al eterno debate entre el derecho categórico kantiano –«un inocente no puede morir»– y el utilitarismo ético –«un inocente puede morir si con ello se evitan las muertes de más inocentes»–. Este es, también, un debate de justicia.

Hay cosas que ni con todo el poder del mundo se pueden superar. Hay una justicia que parece que no pueden sobrepasar ni los más poderosos.

Decía Trasímaco dialogando con Sócrates en la República de Platón que «la justicia no es otra cosa que la ventaja del más fuerte». No sabemos aún si se refería a si eso es lo que acaba ocurriendo con la justicia al final o si esa era en sí la definición de justicia. Esperemos que no sea lo segundo.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=32cQ1xD0-6I

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