viernes, 30 de octubre de 2020

¿Bergman era de derechas?

Enero de 1976.

Teatro Dramático Real de Estocolmo.

El aclamado cineasta y dramaturgo Ingmar Bergman se encontraba preparando con sus actores la adaptación teatral de una obra de Ibsen o de Strindberg. Sobre el escenario, y desechado a un lado de las tablas el libretto, el regidor les demandaba, buscando en sus pupilas, una introspección que solo él podía exigirles: esa que hace inolvidables las miradas femeninas en las películas de Bergman.



De repente, en ese momento de contacto tan íntimo entre los intérpretes y su director, se abrieron las puertas de la sala. Dos largas figuras con gabardinas de color oscuro y sombreros fedora irrumpieron. Con paso firme los caballeros se llegaron hasta donde estaba Bergman; venían con orden de arrestarlo. Con la misma amabilidad con la que habían entrado, le comunicaron su presunto delito: evasión de impuestos.

En una sociedad sueca tan altamente gravada y con una muy desarrollada conciencia sobre su Estado del bienestar, tales acusaciones suponían algo similar a una muerte civil. El propio Bergman, a raíz del suceso, sufrió una crisis nerviosa que lo llevó a ser hospitalizado en un estado de depresión profunda.

Aunque al cabo de un par de meses los cargos fueron retirados por el fiscal tras una revisión exhaustiva del caso, el daño ya estaba hecho. Bergman cerró su productora de cine en el país y canceló dos proyectos fílmicos, llevando así a cientos de personas al paro. Hizo las maletas y se marchó, prometiendo no regresar nunca más a Suecia.

Poco después, ese mismo año, Olof Palme y el Partido Socialdemócrata Sueco perdían las elecciones tras más de cuatro décadas en el poder.

La adaptación de Ibsen o de Strindberg sin duda había tenido un impacto más allá de lo imaginable por la crítica.



Siempre hemos oído hablar del Bergman existencial, del Bergman psicológico y hasta del Bergman psiquiátrico. Yo siento un no sé qué en el alma cuando experimento el Bergman amoroso y me declaro igualmente fan del Bergman religioso. Pero hay un gran olvidado, y tal vez con razón, porque fue muy escaso: el Bergman político.

Mientras que en el extranjero el realizador era continuamente elogiado por éxitos como El séptimo sello o Fresas salvajes, la opinión que tenían sobre él en su patria fue algo distinta durante mucho tiempo.

Antes de ser elevado a la categoría de maestro, Bergman era a menudo tildado por la prensa de ser un “renegado y anticuado existencialista cristiano”, un artista encerrado en sí mismo en una Suecia que cada vez se movía más hacia las preocupaciones sociales y al cine comprometido.



Entre la juventud cinéfila sueca, bastante harta ya del mito de su cineasta por antonomasia, se popularizó la siguiente respuesta a los estrenos de la que fuese su última película en aquel momento:

“¿Trata de sus padres? ¿Dura 7 horas? La vi antes de que saliera. ¡Joder, Bergman, que todos tenemos problemas!”

Bergman era, así, más o menos una representación de lo contrario a cuanto acontecía entre sus compatriotas. La traducción que esta actitud tuvo en sus películas hay que buscarla en su juventud.

En 1948 se estrenaba la cinta Música en la oscuridad. En ella un Bergman de apenas 30 años cuenta la historia de un joven de clase alta que se queda ciego tras un accidente en un ejercicio militar. Dado de baja, el muchacho rechaza una compasión cristiana que le recuerda constantemente su estado de invalidez. Huye del nuevo sistema de ayudas sociales que le proporciona el neonato Estado del bienestar que comenzaba a extenderse por Europa Occidental, para él solamente otra cara del mismo sentimiento de pena. Perdida la fe en un Dios que no le dejaba ver la luz, lo poco que va quedando para él en la vida se convierte en su singular talento con el piano. ¡Pero desdichado talento aquel del Claro de luna de Beethoven en la soledad de la nocturnidad!

En esa fría luz de la noche de invierno están, sin embargo, los labios de la que fuera su hermosa criada en otra vida.

Mientras en la nueva Suecia de la socialdemocracia la muchacha es capaz de ascender socialmente asegurándose un puesto de maestra, él, pianista en bares de cada vez peor reputación, no hace más que darse de bruces contra una realidad que se niega a aceptar.

“Mejor”, se dice a sí mismo, “ser engañado por malicia que por lástima.”



Si bien es cierto que la antilogía, por la cual el personaje ciego es capaz de adelantarse a todos los videntes a su alrededor, es un recurso literario antiguo, la “ceguera” de Bergman en este caso no podría ser más prodigiosa.

Mientras que por el cine de Fellini nos enterábamos de que esos infortunados pero bienintencionados gañanes del Abruzzo finalmente obtendrían sus derechos sociales –Los inútiles (1953)–, o por el de Rossellini advertíamos que había que ser comunista antes que italianoEuropa ’51 (1952)–, el poeta sueco remaba a contracorriente.

Para ese entonces Europa se transformaba a acelerada velocidad. Con la OTAN en su Occidente y la Unión Soviética a su Oriente, la posición estratégica de Suecia requería para ella una extraña pero estricta neutralidad.

En este contexto comenzaron las reformas sociales que transformarían Suecia para siempre.



Los trabajadores ganaban en derechos y garantías laborales. El ascensor social mejoraba en tanto que muchos podían salir de la pobreza gracias a los empleos del Estado.

A la vez, la institución de la familia se disolvía rápidamente, pues se fomentaba la temprana independencia de los hijos hacia el mercado de trabajo, y, paralelamente, se subsidiaba el cuidado de padres y mayores. La Iglesia, bastante laica ya para entonces, terminaba de perder toda influencia sobre la sociedad y quedaba relegada al ámbito puramente ritual y folclórico.

Y, en medio de todo esto, el pueblo “salía de la ceguera”: comenzaba a estudiar, aprendía a leer.

En este último elemento es donde queda patente el carácter puramente protestante del pensamiento de Bergman. La relación de este con la escolarización es de algún modo similar a la de Lutero con la imprenta. Tal vez fueron pocos, pero no por ello equivocados, los que con la alfabetización laica quisieron aprovechar para leer la Biblia por primera vez.

Así, ese desconocido mensaje político del cineasta no se trata de una oposición frontal a la laicización, y menos aún de la añoranza a una vieja Iglesia. De esta última criticó siempre, de hecho, sus hipocresías inerciales en recuerdo a los malos tratos de su padre, un rectísimo pastor luterano. Los nuevos sistemas populares laicos caminan, no obstante, hacia los mismos errores.

El ideario que presenta el realizador consiste más bien en la búsqueda de los principios de una doctrina que la sociedad ha acabado asumiendo como suyos, pero sin llegar a entenderlos realmente nunca; solo los obedeció. Antes que como credo, fueron adoptados como costumbre.



¿Entonces Bergman era de derechas?

Digamos, solamente, que fue alguien que, haciendo uso de las herramientas de su presente, se negó a rechazar todo cuanto proviniese del pasado por ser antiguo e, igualmente, a aceptar todo cuanto deparase el futuro por ser nuevo.

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