viernes, 2 de octubre de 2020

«En tiempos de luz menguante» (2017): comunismo a martillazos

En tiempos de luz menguante (2017, Matti Geschonneck), hacia finales de septiembre, solía decirse, allá por los inmemorables campos de Asia Central, que los días se hacían más cortos y las noches más frías.

La frase puede parecer elemental, pero no querría ser yo quien desoyese el viento que sopla por los lares donde la rueda fue por primera vez unida a los caballos. Brindarían mismamente al mundo, en virtud del vicio de la experiencia, las primeras repúblicas soviéticas, luego devenidas en islámicas a través de la Ruta de la Seda.

El otoño, anunciante del invierno, se ha convertido en la premonición de lo invernal. La lluvia y el hielo del norte granjearon mala fama a la estación que se contrapone a la primavera, donde los pueblos se liberan y los sueños obtienen respuesta.

¡Pero pobres de aquellos insensibles a las luces del solsticio!

Su miedo se basa, quizá, en que en la noche de la humanidad lo imposible se torna posible.

Al paso de la hierba sarracena, llegamos al otoño berlinés de 1989. El grito del Oriente en Tiananmén se había escuchado en Europa del Este. El retumbo del anhelo se infiltraba incontenible. A cierta ideología se le estaban acabando los clavos con que lapidar.



Hungría, 1956.

Checoslovaquia, 1968.

Polonia, 1981.

Muchos habían sido los temblores que avisaban a los de arriba que su paranoia de perder el poder era, efectivamente, muy real.

En este contexto, Bruno Ganz da vida en In Zeiten des abnehmenden Lichts –su último gran papel junto al de Virgilio en The House That Jack Built (2018)– a un jerarca del Partido Comunista de la República Democrática Alemana que festeja su 90° cumpleaños. La obra de su vida se resquebraja a un mes de la caída del muro. Su familia lo odia y sus nietos han escapado al Oeste. Los regalos que recibe se resumen en flores marchitas a la luz del noviembre venidero. Los presentes en la celebración: desagradables burócratas que ostentan su aún setenterismo militarizante cheo.



Pero el camarada sigue en guardia en el puesto.

¿Porque a qué hemos venido aquí exactamente?

Espero que ningún despistado pasara por aquí esperando el clásico artículo de crítica del comunismo.

¡Eso sería ser un noventero jerseydecuelloaltizante! Joven poeta václavhaveliano acrecentado en la taberna serbia de la perdición y luego solo un poquillo responsable por el genocidio en los Balcanes y de algún que otro tiro en la nuca del turco.



No, nuestra tarea está bastante más allá de eso.

De lo que se trata ahora es de vislumbrar por qué el soviético comunismo a martillazos no se distancia tanto de la nietzscheana filosofía a martillazos.

Es verdad que la relación entre el bigotudo y la Alemania comunista fue de todo menos buena. Su pensamiento representaba el decadente existencialismo burgués, luego radicalizado en militarismo prusiano. Un soldado del Ejército Popular custodió siempre, de hecho, el pequeño cementerio del pueblo de Röcken para evitar el peregrinaje de admiradores a la tumba del filósofo, al haber quedado esta del lado oriental.

Pero la corta vida de la RDA, solo un poco más reducida que la del propio Nietzsche, tuvo bastante de transmutación de valores. Igualmente hubo más voluntad de poder que voluntad de verdad.

¿Cómo no recordar así los sucesos del 17 de junio de 1953? Aquellos en que los propios obreros se levantaron contra el régimen –acontecimiento bastante habitual en la historia del sistema comunista, por otro lado– ante sus cada vez más paupérrimas condiciones de vida y de trabajo. Hacía tan solo tres meses que el temido Stalin había fallecido, pero la furia resonó desde Berlín hasta Leipzig, pasando por Dresde y Magdeburgo. Ulbricht y Grotewohl, dirigentes en aquel momento de la pequeña república, la dieron por muerta.



Fue entonces cuando el jefe militar soviético de la región se echó a reír. No llegaba a comprender por qué el gobierno querría siquiera llegar a ningún tipo de acuerdo para calmar a los manifestantes, a los que tildó de borrachos y maleantes. Con cierta sorna sentenció: “Nos bastarían menos de cinco minutos para meterlos en cintura.”

De esta forma los tanques soviéticos aparecieron por primera vez en las calles de un país amigo para reprimir a su población. Tal actitud no cesaría hasta el final de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética, que de igual forma terminó con los tanques fuera.

“La historia la escriben los vencedores porque son los que la han hecho”, diría un desconocido cada vez más conocido.

A la respuesta militar rusa siguieron un centenar de ejecuciones y miles de heridos y detenidos por toda Alemania del Este.



Comenzaba así la infiltración del superhombre, constructor y destructor de su moral a martillazos, en la patria de los comunistas alemanes.

Este estudio psicológico y moral de los comunistas estalinistas de la segunda mitad del siglo XX es lo que acerca a En tiempos de luz menguante a una obra como La condición humana, de Malraux, en tiempos de desengaño totalitario.

El revolucionario es retratado como un ser paranoico, frío y calculador a la vez que emocionalmente inestable. Su mente esquizofrénica lo induce siempre a delirios más allá del horizonte, cuyo sufrimiento esconde bajo las supuestas virtudes de la subversión. Como los personajes de Werner Herzog, confunden los buitres carroñeros que se agrupan sobre sus cabezas al principio de su viaje con un buen augurio para el este. Lo único que los diferencia de los suicidas, en palabras de G. K. Chesterton en su The Man Who Was Thursday, es que antes de su propia muerte prefieren ver primero la de la humanidad.

En el contexto germano oriental, además, la hipocresía nihilista se hace insoportable por otra razón de peso.

Seniles y vetustos, la gerontocracia exige a sus jóvenes el respeto a un orden tísico, mientras que estos sueñan despiertos con vivir la incertidumbre del mercado capitalista al otro lado. En el historial de esta élite envejecida no hay, pese a todo, más que emocionantes batallas en la España de Negrín, intrépidos exilios en el México de Cárdenas y viajes sin retorno a la selva de Centroamérica que les niegan ahora a sus nietos. No hablemos ya de las pobres muchachitas idealistas dejadas atrás en el harén de la academia siempre en retaguardia.

¡No se olvide que para ellos la Segunda Guerra Mundial no comenzó en 1939, sino en 1941!

En pantalla Bruno Ganz interpreta algo similar a Juan Carlos Monedero.



Tras años cosechándose la fama de rebelde y subversivo, una vez en el poder pierde los papeles cuando otros jóvenes cuestionan, como antes hiciese él, el orden establecido con su ayuda. El deseo de la una vez vanguardia proletaria es nada menos que el cese de la capacidad crítica en las generaciones posteriores a ellos y su afirmación de todo lo de arriba. En caso contrario, serán proferidos insultos como “golpistas”, “nazis” o –y este es uno que me toca la moral no transmutada– “ingratos”.

¿Qué es peor, la raya de coca en el culo, máxima de la tensión en la carne de la juventud, o el sobar de las tetas por la mano muerta de un alto cargo del Ministerio para la Seguridad del Estado? ¿En cuál de los dos los billetes se imprimen con la cara de Karl Marx?



Cine contra los espectros.

El más alto grado del estudio de la teoría marxista-leninista de la naturaleza habrá llegado cuando el ser humano esté disecado en un museo como un animal exótico. Allí habremos arribado, no obstante, habiéndose aplicado contra los cuerpos la violencia y contra las almas la mentira.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=JHUIfH

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