sábado, 23 de enero de 2021

5 obras para sentirte peor de lo que ya estabas (II)

 2.     Las palabras que pronunció Cristóbal Colón al pisar por primera vez suelo cubano resultaron no solamente célebres, sino legendarias.

“Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto” aseveraba el navegante el 28 de octubre de 1492, día en que llegó a la isla.

Menos conocido resultó, sin embargo, el mensaje con que los aborígenes taínos recibieron a las barcas españolas.

Previo a su desembarco en Cuba, Colón había arribado al islote de San Salvador, en las actuales Bahamas, el día 12 de ese mismo mes de octubre. Allí, los indígenas que lo acogieron le señalaron al oeste, guiándolo hacia el lugar en el que ahora finalmente se encontraba. No dejaban de repetir la misma palabra: “cubanacán”.

 


Este vocablo del antiguo idioma de los taínos, a día de hoy extinto, significaba algo semejable a “posición central”.

Según apuntan los estudios, para los pueblos originarios del Caribe, Cuba, cuyo nombre procede de aquel término, suponía el centro del universo.

¡Vaya sorpresa estaba por llevarse Galileo!

En realidad hay algo de verdad en esta afirmación cuando uno mira de cerca la historia de la mayor de las Antillas. Ya desde los textos del prócer independentista José Martí, uno puede empezar a percibir una cierta universalidad cubana, liberal y masónica, llamada a sustituir y superar el caduco ecumenismo católico español. La consecución física de este planteamiento teórico se daría tras la Revolución, cuando millones de cubanos huyeron en diáspora y se regaron por todos los países y culturas del globo.

El propio Benedicto XVI en su visita a Cuba de marzo de 2012, uno de sus últimos viajes oficiales como pontífice, le reconoció a aquella tierra “haber tenido siempre halos de centro del mundo”. La universalidad madre saludaba a la hija.

 


Pero lo más probable es que ni Benedicto, ni Martí, ni menos aún los nativos antillanos, hayan visto La obra del siglo (2015), de Carlos Quintela.

Lo cierto es que es duro descubrir que uno es alguien del montón cuando te han enseñado toda la vida que eras el más especial. Pensemos en un niño de 5 años, hijo único y mimado en casa por padres y abuelos, a la hora de entrar por primera vez en la escuela y advertir que es tan sólo uno más en la jauría.

Podríamos decir que algo parecido ocurre con Cuba y los cubanos, pero eso sería entrar en el espinoso tema de siempre, con la ardua tarea por delante de desmontar unos cuantos mitos sobre la Revolución.

Refugiémonos mejor en la calma y el silencio que otorga el desconocimiento casi general sobre un viejo proyecto inacabado, comenzado allá por la década de 1970.

Había una vez un gobierno castrista que para 1976 había agotado prácticamente en su totalidad las reservas financieras anteriores a 1959. Por si fuera poco, el país se encontraba inmerso en conflictos de guerrillas por los cinco continentes, además de en una guerra a gran escala en Angola. La dependencia energética del crudo soviético era cada vez más alarmante y la economía cubana podía venirse completamente abajo de ocurrir un mínimo cambio en la URSS –¡ay, qué fácil es leer la historia hacia atrás!–.

 


Fue entonces cuando Castro firmó con Leonid Brézhnev un acuerdo por el que la Unión Soviética se comprometía a ayudar en la construcción de doce reactores nucleares a lo largo de toda la isla. Aunque el número original se acabó reduciendo a dos, Cuba esperaba aun así alcanzar su tan ansiado autoabastecimiento. La planta nuclear de Juraguá, así nombrada por el municipio de su localización, iba a satisfacer aproximadamente el 30% de la demanda eléctrica nacional.

Las obras de la planta comenzaron a principios de la década de los 80 y junto a ellas la de la ciudad planificada –estilo Prípiat– que albergaría a los ingenieros atómicos y sus familias: la Ciudad Electro-Nuclear (CEN). La construcción de la Obra del Siglo, como fue denominada por la propaganda gubernamental, contó con la supervisión personal del hijo mayor del dictador, Fidel Castro Díaz-Balart –Fidelito–.

Contrario a lo que se cree, el accidente nuclear de Chernóbil en 1986, con cuyos reactores la central cubana compartía claros defectos, no detuvo en lo más mínimo el progreso de las obras, que siguieron adelante. Solamente el hundimiento de la URSS y el colapso económico de la isla –90% de las exportaciones perdidas en sólo un año– llevaron a que se cancelasen todos los planes de finalizar la instalación.

 


Ante semejante bochorno, Castro seleccionó a Fidelito como cabeza de turco de todos los contratiempos. Humilló públicamente a su hijo ante el Consejo de Estado, acusándolo de “no haber dado la talla” y lo despojó de todos sus cargos en el proyecto en 1992. Tras años en la sombra (de su padre) y de lucha contra la depresión, Fidelito terminó por suicidarse.

Pero quedaron los miles de arquitectos, ingenieros y constructores que habían venido de cada rincón del país a trabajar en la Ciudad Nuclear. La película La obra del siglo está dedicada a ellos.

Aunque el sol sale todos los días de punta a punta, el calor que se respira es más bien grisáceo, como el de una nublazón permanente y atosigante. Las generaciones que allí conviven atrapadas se acusan entre sí de la decadencia que a todas rodea. El edificio del reactor abandonado, gigantesco y brutalista, les habla todos los días desde no tan lejos. Aunque su voz retumba en gravedad por su tamaño, el tono es más bien el de un susurro, lo suficientemente tenue como para que la muerte del espíritu revolucionario sea lenta y dolorosa.

“Me quedé con ganas de tocar tu voz” creo recordar que cantaba Vicente Rojas, pero no pude encontrarlo en Spotify.

 


La obra del siglo, que cuenta con excelentísimas imágenes de archivo, es la crónica de miles de vidas desperdiciadas y obligadas a aplaudir por ello –sigo hablando de La obra del siglo–.

La cinta comienza con grabaciones en tono optimista de decenas de obreros de la construcción cargando en grúas las punteras turbinas provenientes de la Unión Soviética, lo último en tecnología socialista. “Los trabajadores de la Ciudad Electro-Nuclear”, anuncian a cámara con cierta rigidez, “somos una única familia”.

Pero el tiempo avanza y se van descosiendo las soldaduras del acero. El film termina con un vídeo de archivo de 1996, en plena depresión económica, en el que los habitantes de la CEN son obligados a realizar trabajos voluntarios en la siembra del coco. Como si hablásemos de un microcosmos en el que el tiempo no transcurre de forma lineal, el grupo de sembradores desciende al feudalismo con el cadáver del reactor nuclear a sus espaldas. Detrás de ellos el pasado, que es el futuro.

Con la Obra del Siglo, Cuba quedó embarazada de una pequeña criatura que creció para ser exactamente lo que había aprendido de su madre: un disgusto.

“Haremos de cada derrota un triunfo” solía repetir Fidel Castro, el padre, durante esos horribles años 90, que sucedieron a la caída del muro de Berlín. Algunos han visto en estas palabras una muestra más de su cinismo, pero yo soy de la opinión de que en esto tenía razón. Al fin y al cabo, las leyes de la lógica nos aseguran que el fracaso de un fracaso es una victoria.

 

domingo, 27 de diciembre de 2020

Historia del cine zombi (I)

La mayoría pensaréis que el fin del mundo comenzó en 2020, cuando un nuevo coronavirus muy contagioso se dio a conocer en la ciudad china de Wuhan. De ahí se extendió al resto del mundo y de nuevo la vieja historia que ya todos nos sabemos.


Otros como Jim Jarmusch, sin embargo, situaron extrañamente el apocalipsis en 2019, ese año perfecto.


La última obra de este director, The Dead Don’t Die (2019), supone todo un redescubrimiento del género zombi, a la vez que una genial comedia metafílmica.


No obstante, a pesar del clásico estilo indie de Jarmusch, por toda la película se respira un aire de cierto aburrimiento y dejadez. Los protagonistas, Bill Murray –fetiche del cineasta– y Adam Driver, se acaban cansando de huir de los muertos y asumen su desdichado final con un estoicismo que más bien roza la indiferencia.


Pero la falta de autoestima de los zombis no es nueva. Ya por 2012 una cinta como The Cabin in the Woods nos retrataba magistralmente la máquina de hacer dinero en que se había convertido este tipo de cine. El público, embobado, buscaría siempre la misma película; ésta repetiría los mismos clichés de la anterior y así infinitamente.


¿Qué sucede? ¿Se ha convertido acaso el cine zombi en un género insípido, insustancial y puramente slasher?

 


Nada más lejos de la realidad.


Uno de los ejemplos frecuentemente citados para señalar esta supuesta decadencia es el film Corona Zombies, cuyo estreno en abril de 2020 coincidía con lo peor del pánico mundial por la pandemia de coronavirus. Zombies con mascarilla persiguiendo a gente que se defiende con gel desinfectante.


Katy Gillett, redactora cinematográfica de The National, escribía en su columna que la experiencia “podía estar bien si lo tuyo son las pelis de zombis y eres capaz de asumirlas como puro escapismo para no tomar en serio. Si no”, proseguía con altividad, “pasa de ella”.


¿En serio? ¿Que en medio de un encierro planetario por una pandemia salga una película de zombis con mascarillas te parece escapismo?


Lo desacertado de este comentario representa, sin embargo, la profunda ignorancia sobre el género en cuestión, que, desgraciadamente, abunda. El cine zombi es sistemáticamente humillado y despreciado por una clase intelectual demasiado snob como para poder llegar a pensar siquiera que hay algo que no están viendo.


La categoría zombi dentro del género del horror es probablemente una de las más complejas y terroríficas.

 


En cada película de zombis, en cada época, quedan absolutamente plasmados todos nuestros temores como sociedad, desde la antigua brujería hasta la biología moderna con la eterna constante de la muerte.


Nos deja caer preguntas trascendentales que siempre permanecen. ¿Cómo puede morir algo que ya está muerto? ¿Cómo es capaz de darnos tanto miedo algo que se mueve tan despacio?


La respuesta a todas estas cuestiones es precisamente aquello que hace al cine zombi lo contrario al escapismo: lo molesto, lo invasivo y lo ineludible del zombi es su carácter social, su compacidad de manada que asalta a un individuo aterrado, débil, solitario y, en última instancia, abandonado. Los zombis son, en esencia, nuestras peores pesadillas como masa post-industrial.


¿Qué no me creéis?


Pues...


Haití, 1804.


El presidente Jean-Jacques Dessalines había proclamado la independencia del país el 1 de enero de ese mismo año, fruto de la única revolución de esclavos victoriosa de toda la historia. Triunfante, Dessalines ordenó la eliminación física de los blancos que aún quedaban en el territorio tras la derrota francesa, al tiempo que Haití era declarada constitucionalmente como una nación de negros.


“¡Para nuestra declaración de independencia deberíamos tener la piel de un hombre blanco para pergamino, su cráneo para un tintero, su sangre para tinta y una bayoneta como bolígrafo!” había sentenciado Dessalines.


Aunque la población haitiana se mostró inicialmente reticente a realizar las matanzas exigidas por su presidente, éste, luego proclamado emperador, fue de gira pueblo por pueblo para asegurarse de que, efectivamente, las masacres tenían lugar. Especial énfasis se hizo sobre los mulatos (mestizos), que, para saldar la suciedad de su mezcla con el hombre blanco, habrían de ser los más asiduos en las carnicerías contra los ex-colonos franceses.

 


Para abril de 1804 Haití era un completo baño de sangre.


Entre los participantes de la barbarie destacó un joven mulato de Puerto Príncipe, Jean Zombi, conocido por la brutalidad hacia sus víctimas. Se dice que Zombi detuvo a un hombre blanco al azar por las calles de la ciudad, lo desnudó y lo llevó al Palacio Presidencial en presencia de Dessalines, como si de un esclavo a la inversa se tratase. Allí, cuenta la leyenda que la muerte que obtuvo el pobre desgraciado a manos de Zombi fue tan horrible y alevosa, que el dirigente imperial, aterrorizado por lo que había visto, mandó a poner fin al genocidio poco después del suceso.


Ese día, ante los ojos del incipiente mundo de la contemporaneidad sangrienta, nacía la leyenda del zombi.

 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

5 obras para sentirte peor de lo que ya estabas (I)

 1.     La República Checa es uno de los países más injustamente infravalorados del Viejo Mundo. A pesar de que su influencia es capital en el dibujo historiográfico continental, es más probable que asociemos esta pequeña nación al vino caliente, el cementerio judío de Praga o al sexo loco europeo. Aunque esto tampoco es que sea infundado, quizá sí minimice el exotismo de este pueblo en otros lares.


Chequia es, por ejemplo, uno de los países menos religiosos del mundo entero: solamente un 20% de su población se considera creyente de algún tipo. Esto se explica en tanto que la historia de la antigua Bohemia recoge el maltrato a partes iguales tanto del catolicismo como del protestantismo. (Es broma, especialmente del catolicismo.)

Los checos poseen, igualmente, junto con sus primos hermanos los eslovacos, el sentido del humor más ácido, cínico y destructivo que el Englishman más under the weather que te puedas encontrar.

Estas dos virtudes no son, sin embargo, más que el mecanismo de defensa psicológico contra una historia plagada de terribles sufrimientos.

Los checos son, antes que nada, un pueblo desengañado.

Solamente en el siglo XX Milan Kundera se lamentaba por una patria profundamente amargada tras haber sufrido las tres traiciones: 1938, 1948 y 1968.

La primera, los Acuerdos de Múnich de septiembre de 1938, vio cómo Francia e Inglaterra, potencias aliadas, rompían el país para entregar a Hitler los territorios étnicamente germanos con tal de apaciguarlo y evitar así la guerra. No hubo un solo representante checoslovaco en la firma de los tratados.


El pueblo checo no podía hacer mucho más que emplear su humor irónico. Entre ellos se popularizó la frase “Sobre nosotros, ¡sin nosotros!” (O nás bez nás!).

Pese a ir contra lo acordado, los nazis ocuparían todo el país y disolverían la entidad política de Checoslovaquia. La Segunda Guerra Mundial estallaría a los 11 meses.

La segunda traición tuvo lugar diez años más tarde.

Checoslovaquia se encontraba liberada de los alemanes, pero ocupada por los soviéticos; la escasez y el hambre tras la guerra estaban generalizadas.

En febrero de 1948 los comunistas, apoyados por el Ejército Rojo, dieron un golpe de Estado y derrocaron al gobierno, que maniobraba intentando evitar convertirse en un títere de la URSS. El Ministro de Exteriores, Jan Masaryk, líder intelectual de la resistencia, se suicidó defenestrándose.


Nuevamente, con la vista impasible del mundo puesta en ellos, los checos volvieron a recurrir a la sonrisa triste.

“Masaryk”, dijeron, “era tan pragmático y brillante, que fue capaz de cerrar la ventana después de lanzarse por ella.”

Tras la toma de poder del nuevo orden, comenzó la limpieza del país.

Especialmente alevosas fueron las purgas realizadas dentro del propio Partido Comunista Checoslovaco. Desde Moscú se hicieron notar las presiones de Stalin para eliminar cualquier tipo de “degeneración trotskista”.

Decenas de militantes del partido, incluidos muchos de primerísimo nivel, fueron arrestados y procesados para ser luego condenados de por vida o llevados a la horca.

Durante uno de los muchos juicios farsa, los acusados fueron obligados a llevar un cinturón defectuoso; su humillación sentaría precedentes por toda la nación.

Ocurrió, no obstante, justo lo contrario.

Mientras el juez pronunciaba el veredicto aprendido de memoria, a uno de los reos se le cayeron los pantalones al suelo, tal y como estaba planeado. El magistrado, queriendo hurgar en el detalle vergonzoso, interrumpió la lectura del castigo para troncharse a carcajadas.

Sin embargo, el condenado, a la vista del estado de su miseria y de lo poco que en realidad tenía que perder, comenzó a reírse también. A su risa siguieron la del resto de los procesados, los fiscales, el jurado, la sala, los televidentes del directo.

Durante casi un minuto el país entero se detuvo a burlarse de sí mismo, consciente de estar actuando en una obra de teatro, cuyo guion ellos no habían escrito.

La carcajada general representaba algo así como cuando ocurre un fallo demasiado grande como para seguir adelante con la representación. La cuarta pared se rompe y toca pedir disculpas al público con cierto aire de sonrojo y patetismo.


Pero fue también el minuto de la libertad.

Mientras duró la risa el poder del Estado se había disuelto. Las tropas soviéticas no estaban ahí. El contrato social se había esfumado. El miedo había desaparecido.

Pero terminaron de reír los últimos. Acabaron de secarse las lágrimas aquellos en los que el chiste había calado en profundidad. Las luces de los focos volvieron al comediante.

Todo siguió su curso con normalidad.

Pero algo había pasado. Todos lo sabían.

El responsable de la majadería, el culpable del ataque generalizado a lo más íntimo del poder, fue el primero en pagar. Su original cadena perpetua fue elevada a la pena capital. Ni siquiera se le puede llamar “paredón”, pues los comunistas no disparaban de frente; el tiro era de espaldas, limpio en la nuca. A continuación se echaba un cubo de agua con lejía en donde brotaban las burbujas de la sangre.

La tercera y última traición vendría casi dos décadas después.

El nuevo dirigente del país, Alexander Dubček, estaba ansioso por poner en marcha su moderada, a la vez que ambiciosa, agenda política del socialismo con rostro humano.

Se levantaron ciertas restricciones sobre la libertad de prensa, se soltó a presos políticos y se liberalizó cautelosamente el proceso creativo. La población respaldó estas reformas de manera unánime.

El experimento duró tan solo 7 meses, ya que los tanques soviéticos entraron nuevamente en Praga ese agosto de 1968 como hicieran 23 años antes, ahora para liberar al pueblo de sí mismo.

Esta vez ya nadie se rio: a la tercera va la vencida.


Si bien la reacción del pueblo checo no fue violenta, la sociedad entró en un estado de trance. Checoslovaquia se había convertido en una nación fantasma, movida por la fuerza inercial de la mentira. El país se avergonzaba de su impotencia y, en general, de sí mismo.

A diferencia de antes, ya no podía hablarse de “normalidad”. El nuevo término empleado por la élite política, “Normalización” (Normalizace), evidenciaba el carácter constrictivo del tercer statu quo.

Como en todos los países que padecen depresión crónica, el arte floreció de forma natural. Hablamos de la época en que comienzan biografías como la del propio Kundera, Miloš Forman o Václav Havel.

En mitad de este ambiente ambivalente, el gran cineasta Juraj Herz estrenaba la cinta El incinerador de cadáveres (1969).

En ella se nos cuenta la historia de un hombre demacrado que trabaja en un crematorio de Praga durante la década de 1930. Pese a serle sistemáticamente infiel a su esposa y familia con numerosas prostitutas y a hacerse mensualmente la prueba de la sífilis, la verdadera pasión del protagonista es por la carne putrefacta. Enganchado a tener sexo con los muertos antes de su cremación, el film termina rindiendo un culto a la muerte y al ahogamiento de la vida que despierta lo peor de las vísceras.

Con la aparente intención de sortear la censura, el film lleva la crítica política al contexto de tres décadas antes. Sin embargo, lo acertado del análisis psicológico de una sociedad en claro estado terminal resultó tan doloroso en el momento del estreno que el celuloide no se salvó de sufrir igualmente las represalias de los censores. La distribución fue prohibida durante los siguientes 20 años.

El simbolismo nos enseña que, efectivamente, Herz vuelve sobre sus pasos hasta 1938 para criticar también a 1948 y, sobre todo, a 1968. La película es una enmienda a la totalidad de la historia de Chequia.


Escupe sobre sí mismo y sobre sus compatriotas: nunca hubo tales traiciones, pues nunca nadie les debió nada desde fuera. Lo que siempre hubo fue una familia de sedados, incapaces de salir de una mediocridad que los asesinaba lentamente.

Ocupada Checoslovaquia ya finalmente por los nazis y cayendo en desgracia uno a uno sus seres queridos, el protagonista de El incinerador de cadáveres llega a la conclusión de que su salvación reside en cooperar con los alemanes en las labores mortuorias del incipiente Holocausto.

Pero el acto genocida no lo ejerce conforme a un compromiso con el ideal ario nacionalsocialista, sino por la fe en que, como les fue enseñado a los checoslovacos por su historia, la vida no es más que sufrimiento; lo más humano es terminar con ella.


viernes, 30 de octubre de 2020

¿Bergman era de derechas?

Enero de 1976.

Teatro Dramático Real de Estocolmo.

El aclamado cineasta y dramaturgo Ingmar Bergman se encontraba preparando con sus actores la adaptación teatral de una obra de Ibsen o de Strindberg. Sobre el escenario, y desechado a un lado de las tablas el libretto, el regidor les demandaba, buscando en sus pupilas, una introspección que solo él podía exigirles: esa que hace inolvidables las miradas femeninas en las películas de Bergman.



De repente, en ese momento de contacto tan íntimo entre los intérpretes y su director, se abrieron las puertas de la sala. Dos largas figuras con gabardinas de color oscuro y sombreros fedora irrumpieron. Con paso firme los caballeros se llegaron hasta donde estaba Bergman; venían con orden de arrestarlo. Con la misma amabilidad con la que habían entrado, le comunicaron su presunto delito: evasión de impuestos.

En una sociedad sueca tan altamente gravada y con una muy desarrollada conciencia sobre su Estado del bienestar, tales acusaciones suponían algo similar a una muerte civil. El propio Bergman, a raíz del suceso, sufrió una crisis nerviosa que lo llevó a ser hospitalizado en un estado de depresión profunda.

Aunque al cabo de un par de meses los cargos fueron retirados por el fiscal tras una revisión exhaustiva del caso, el daño ya estaba hecho. Bergman cerró su productora de cine en el país y canceló dos proyectos fílmicos, llevando así a cientos de personas al paro. Hizo las maletas y se marchó, prometiendo no regresar nunca más a Suecia.

Poco después, ese mismo año, Olof Palme y el Partido Socialdemócrata Sueco perdían las elecciones tras más de cuatro décadas en el poder.

La adaptación de Ibsen o de Strindberg sin duda había tenido un impacto más allá de lo imaginable por la crítica.



Siempre hemos oído hablar del Bergman existencial, del Bergman psicológico y hasta del Bergman psiquiátrico. Yo siento un no sé qué en el alma cuando experimento el Bergman amoroso y me declaro igualmente fan del Bergman religioso. Pero hay un gran olvidado, y tal vez con razón, porque fue muy escaso: el Bergman político.

Mientras que en el extranjero el realizador era continuamente elogiado por éxitos como El séptimo sello o Fresas salvajes, la opinión que tenían sobre él en su patria fue algo distinta durante mucho tiempo.

Antes de ser elevado a la categoría de maestro, Bergman era a menudo tildado por la prensa de ser un “renegado y anticuado existencialista cristiano”, un artista encerrado en sí mismo en una Suecia que cada vez se movía más hacia las preocupaciones sociales y al cine comprometido.



Entre la juventud cinéfila sueca, bastante harta ya del mito de su cineasta por antonomasia, se popularizó la siguiente respuesta a los estrenos de la que fuese su última película en aquel momento:

“¿Trata de sus padres? ¿Dura 7 horas? La vi antes de que saliera. ¡Joder, Bergman, que todos tenemos problemas!”

Bergman era, así, más o menos una representación de lo contrario a cuanto acontecía entre sus compatriotas. La traducción que esta actitud tuvo en sus películas hay que buscarla en su juventud.

En 1948 se estrenaba la cinta Música en la oscuridad. En ella un Bergman de apenas 30 años cuenta la historia de un joven de clase alta que se queda ciego tras un accidente en un ejercicio militar. Dado de baja, el muchacho rechaza una compasión cristiana que le recuerda constantemente su estado de invalidez. Huye del nuevo sistema de ayudas sociales que le proporciona el neonato Estado del bienestar que comenzaba a extenderse por Europa Occidental, para él solamente otra cara del mismo sentimiento de pena. Perdida la fe en un Dios que no le dejaba ver la luz, lo poco que va quedando para él en la vida se convierte en su singular talento con el piano. ¡Pero desdichado talento aquel del Claro de luna de Beethoven en la soledad de la nocturnidad!

En esa fría luz de la noche de invierno están, sin embargo, los labios de la que fuera su hermosa criada en otra vida.

Mientras en la nueva Suecia de la socialdemocracia la muchacha es capaz de ascender socialmente asegurándose un puesto de maestra, él, pianista en bares de cada vez peor reputación, no hace más que darse de bruces contra una realidad que se niega a aceptar.

“Mejor”, se dice a sí mismo, “ser engañado por malicia que por lástima.”



Si bien es cierto que la antilogía, por la cual el personaje ciego es capaz de adelantarse a todos los videntes a su alrededor, es un recurso literario antiguo, la “ceguera” de Bergman en este caso no podría ser más prodigiosa.

Mientras que por el cine de Fellini nos enterábamos de que esos infortunados pero bienintencionados gañanes del Abruzzo finalmente obtendrían sus derechos sociales –Los inútiles (1953)–, o por el de Rossellini advertíamos que había que ser comunista antes que italianoEuropa ’51 (1952)–, el poeta sueco remaba a contracorriente.

Para ese entonces Europa se transformaba a acelerada velocidad. Con la OTAN en su Occidente y la Unión Soviética a su Oriente, la posición estratégica de Suecia requería para ella una extraña pero estricta neutralidad.

En este contexto comenzaron las reformas sociales que transformarían Suecia para siempre.



Los trabajadores ganaban en derechos y garantías laborales. El ascensor social mejoraba en tanto que muchos podían salir de la pobreza gracias a los empleos del Estado.

A la vez, la institución de la familia se disolvía rápidamente, pues se fomentaba la temprana independencia de los hijos hacia el mercado de trabajo, y, paralelamente, se subsidiaba el cuidado de padres y mayores. La Iglesia, bastante laica ya para entonces, terminaba de perder toda influencia sobre la sociedad y quedaba relegada al ámbito puramente ritual y folclórico.

Y, en medio de todo esto, el pueblo “salía de la ceguera”: comenzaba a estudiar, aprendía a leer.

En este último elemento es donde queda patente el carácter puramente protestante del pensamiento de Bergman. La relación de este con la escolarización es de algún modo similar a la de Lutero con la imprenta. Tal vez fueron pocos, pero no por ello equivocados, los que con la alfabetización laica quisieron aprovechar para leer la Biblia por primera vez.

Así, ese desconocido mensaje político del cineasta no se trata de una oposición frontal a la laicización, y menos aún de la añoranza a una vieja Iglesia. De esta última criticó siempre, de hecho, sus hipocresías inerciales en recuerdo a los malos tratos de su padre, un rectísimo pastor luterano. Los nuevos sistemas populares laicos caminan, no obstante, hacia los mismos errores.

El ideario que presenta el realizador consiste más bien en la búsqueda de los principios de una doctrina que la sociedad ha acabado asumiendo como suyos, pero sin llegar a entenderlos realmente nunca; solo los obedeció. Antes que como credo, fueron adoptados como costumbre.



¿Entonces Bergman era de derechas?

Digamos, solamente, que fue alguien que, haciendo uso de las herramientas de su presente, se negó a rechazar todo cuanto proviniese del pasado por ser antiguo e, igualmente, a aceptar todo cuanto deparase el futuro por ser nuevo.

viernes, 2 de octubre de 2020

«En tiempos de luz menguante» (2017): comunismo a martillazos

En tiempos de luz menguante (2017, Matti Geschonneck), hacia finales de septiembre, solía decirse, allá por los inmemorables campos de Asia Central, que los días se hacían más cortos y las noches más frías.

La frase puede parecer elemental, pero no querría ser yo quien desoyese el viento que sopla por los lares donde la rueda fue por primera vez unida a los caballos. Brindarían mismamente al mundo, en virtud del vicio de la experiencia, las primeras repúblicas soviéticas, luego devenidas en islámicas a través de la Ruta de la Seda.

El otoño, anunciante del invierno, se ha convertido en la premonición de lo invernal. La lluvia y el hielo del norte granjearon mala fama a la estación que se contrapone a la primavera, donde los pueblos se liberan y los sueños obtienen respuesta.

¡Pero pobres de aquellos insensibles a las luces del solsticio!

Su miedo se basa, quizá, en que en la noche de la humanidad lo imposible se torna posible.

Al paso de la hierba sarracena, llegamos al otoño berlinés de 1989. El grito del Oriente en Tiananmén se había escuchado en Europa del Este. El retumbo del anhelo se infiltraba incontenible. A cierta ideología se le estaban acabando los clavos con que lapidar.



Hungría, 1956.

Checoslovaquia, 1968.

Polonia, 1981.

Muchos habían sido los temblores que avisaban a los de arriba que su paranoia de perder el poder era, efectivamente, muy real.

En este contexto, Bruno Ganz da vida en In Zeiten des abnehmenden Lichts –su último gran papel junto al de Virgilio en The House That Jack Built (2018)– a un jerarca del Partido Comunista de la República Democrática Alemana que festeja su 90° cumpleaños. La obra de su vida se resquebraja a un mes de la caída del muro. Su familia lo odia y sus nietos han escapado al Oeste. Los regalos que recibe se resumen en flores marchitas a la luz del noviembre venidero. Los presentes en la celebración: desagradables burócratas que ostentan su aún setenterismo militarizante cheo.



Pero el camarada sigue en guardia en el puesto.

¿Porque a qué hemos venido aquí exactamente?

Espero que ningún despistado pasara por aquí esperando el clásico artículo de crítica del comunismo.

¡Eso sería ser un noventero jerseydecuelloaltizante! Joven poeta václavhaveliano acrecentado en la taberna serbia de la perdición y luego solo un poquillo responsable por el genocidio en los Balcanes y de algún que otro tiro en la nuca del turco.



No, nuestra tarea está bastante más allá de eso.

De lo que se trata ahora es de vislumbrar por qué el soviético comunismo a martillazos no se distancia tanto de la nietzscheana filosofía a martillazos.

Es verdad que la relación entre el bigotudo y la Alemania comunista fue de todo menos buena. Su pensamiento representaba el decadente existencialismo burgués, luego radicalizado en militarismo prusiano. Un soldado del Ejército Popular custodió siempre, de hecho, el pequeño cementerio del pueblo de Röcken para evitar el peregrinaje de admiradores a la tumba del filósofo, al haber quedado esta del lado oriental.

Pero la corta vida de la RDA, solo un poco más reducida que la del propio Nietzsche, tuvo bastante de transmutación de valores. Igualmente hubo más voluntad de poder que voluntad de verdad.

¿Cómo no recordar así los sucesos del 17 de junio de 1953? Aquellos en que los propios obreros se levantaron contra el régimen –acontecimiento bastante habitual en la historia del sistema comunista, por otro lado– ante sus cada vez más paupérrimas condiciones de vida y de trabajo. Hacía tan solo tres meses que el temido Stalin había fallecido, pero la furia resonó desde Berlín hasta Leipzig, pasando por Dresde y Magdeburgo. Ulbricht y Grotewohl, dirigentes en aquel momento de la pequeña república, la dieron por muerta.



Fue entonces cuando el jefe militar soviético de la región se echó a reír. No llegaba a comprender por qué el gobierno querría siquiera llegar a ningún tipo de acuerdo para calmar a los manifestantes, a los que tildó de borrachos y maleantes. Con cierta sorna sentenció: “Nos bastarían menos de cinco minutos para meterlos en cintura.”

De esta forma los tanques soviéticos aparecieron por primera vez en las calles de un país amigo para reprimir a su población. Tal actitud no cesaría hasta el final de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética, que de igual forma terminó con los tanques fuera.

“La historia la escriben los vencedores porque son los que la han hecho”, diría un desconocido cada vez más conocido.

A la respuesta militar rusa siguieron un centenar de ejecuciones y miles de heridos y detenidos por toda Alemania del Este.



Comenzaba así la infiltración del superhombre, constructor y destructor de su moral a martillazos, en la patria de los comunistas alemanes.

Este estudio psicológico y moral de los comunistas estalinistas de la segunda mitad del siglo XX es lo que acerca a En tiempos de luz menguante a una obra como La condición humana, de Malraux, en tiempos de desengaño totalitario.

El revolucionario es retratado como un ser paranoico, frío y calculador a la vez que emocionalmente inestable. Su mente esquizofrénica lo induce siempre a delirios más allá del horizonte, cuyo sufrimiento esconde bajo las supuestas virtudes de la subversión. Como los personajes de Werner Herzog, confunden los buitres carroñeros que se agrupan sobre sus cabezas al principio de su viaje con un buen augurio para el este. Lo único que los diferencia de los suicidas, en palabras de G. K. Chesterton en su The Man Who Was Thursday, es que antes de su propia muerte prefieren ver primero la de la humanidad.

En el contexto germano oriental, además, la hipocresía nihilista se hace insoportable por otra razón de peso.

Seniles y vetustos, la gerontocracia exige a sus jóvenes el respeto a un orden tísico, mientras que estos sueñan despiertos con vivir la incertidumbre del mercado capitalista al otro lado. En el historial de esta élite envejecida no hay, pese a todo, más que emocionantes batallas en la España de Negrín, intrépidos exilios en el México de Cárdenas y viajes sin retorno a la selva de Centroamérica que les niegan ahora a sus nietos. No hablemos ya de las pobres muchachitas idealistas dejadas atrás en el harén de la academia siempre en retaguardia.

¡No se olvide que para ellos la Segunda Guerra Mundial no comenzó en 1939, sino en 1941!

En pantalla Bruno Ganz interpreta algo similar a Juan Carlos Monedero.



Tras años cosechándose la fama de rebelde y subversivo, una vez en el poder pierde los papeles cuando otros jóvenes cuestionan, como antes hiciese él, el orden establecido con su ayuda. El deseo de la una vez vanguardia proletaria es nada menos que el cese de la capacidad crítica en las generaciones posteriores a ellos y su afirmación de todo lo de arriba. En caso contrario, serán proferidos insultos como “golpistas”, “nazis” o –y este es uno que me toca la moral no transmutada– “ingratos”.

¿Qué es peor, la raya de coca en el culo, máxima de la tensión en la carne de la juventud, o el sobar de las tetas por la mano muerta de un alto cargo del Ministerio para la Seguridad del Estado? ¿En cuál de los dos los billetes se imprimen con la cara de Karl Marx?



Cine contra los espectros.

El más alto grado del estudio de la teoría marxista-leninista de la naturaleza habrá llegado cuando el ser humano esté disecado en un museo como un animal exótico. Allí habremos arribado, no obstante, habiéndose aplicado contra los cuerpos la violencia y contra las almas la mentira.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=JHUIfH

viernes, 11 de septiembre de 2020

«The Hater» (2020): ¿grieta en Netflix?




Era 13 de enero de 2019.

Paweł Adamowicz, alcalde liberal de Gdańsk (la antigua Danzig), acudía a un acto caritativo destinado al recaudamiento de fondos para hospitales infantiles.

Adamowicz ya era para aquel entonces una figura clave de la oposición europeísta a los gobiernos derechistas de Polonia. Su perfil centrista y moderado, al igual que su sensibilidad en asuntos de minorías, refugiados y LGBT, suscitaba agrios odios entre los círculos más nacionalistas.

 

 Paweł Bogdan Adamowicz. Foto: Cortesía del autor

En el momento en que se dirigía a hablar en el escenario fue brutalmente apuñalado por un encapuchado. Las fatales heridas infligidas contra su corazón, lo llevarían a fallecer en el hospital al día siguiente.

El asesino, Stefan Wilmont, fue desvelado como un joven expresidiario, diagnosticado con una severa esquizofrenia y con especial actividad en foros de Internet de la ya no tan joven alt-right.

 

 
 Funeral de Paweł Adamowicz. Foto: Cortesía del autor

A la muerte del político, las muestras de repulsa por el atentado no se hicieron esperar. La condena retumbó unánime desde Rusia hasta el Parlamento Europeo, pasando por el mismísimo pontífice. En la propia Polonia, media ciudadanía se echó a las calles en multitudinarias manifestaciones contra la intolerancia política y el extremismo.

Pero no todos alzaron su voz al cielo. Algunos ojos dejaban entrever en sus pupilas un traumático silencio de culpabilidad. Albergaban un secreto muy grande dentro de ellos.

Tan solo tres semanas antes del siniestro, Jan Komasa terminaba el rodaje de su última película: The Hater. Sin embargo, los paralelismos entre la sinopsis del film y los acontecimientos políticos que se fueron sucediendo en Polonia llegaron a ser tantos que obligaron al director a guardar su obra bajo llave, a la espera de un clima menos efervescente.

Este nunca llegaría.

Aun así, tenía derecho a guardar silencio, porque, después de todo, ¿quién demonios es Jan Komasa?

Este prometedor director, del que sin duda seguiremos hablando en el futuro, se dio a conocer en 2011 con su brillante cinta Suicide Room.

Para entonces Polonia, al igual que el resto de Europa, comenzaba a experimentar los dramáticos efectos de la crisis económica de 2008. Esta mostraba la peor cara del capitalismo a un país que venía de un difícil contexto poscomunista.


 
 Fotograma de Suicide Room. Foto: Cortesía del autor

Interesado por retratar el sufrimiento de la década del 2010, Komasa fue escalando en su filmografía. Desde el inicio de esta, su leitmotiv ha consistido en presentar cómo las indómitas fuerzas de la negatividad pueden llevar al hundimiento a una persona insegura.

Así, mientras todos estábamos babeando con Parásitos, pocos se dieron cuenta de que se nos había colado el largometraje Corpus Christi (Jan Komasa, 2019) entre las finalistas de los Oscars a mejor película extranjera. En ella se vaticina una liberación final de todas las fuerzas del mal.

No obstante, lo que verdaderamente convierte a Komasa en un director de nuestra época, es su capacidad de conectar esas cataratas de un odio lento y tóxico con el mundo tecnológico y el aislacionismo virtual.

 

 
 
De esta forma, sin poder contener más la respiración, The Hater terminó siendo estrenada el 6 de marzo de este año. Pero en un ejercicio de hermosa a la vez que trágica ironía, todos los cines de Polonia serían cerrados menos de una semana después a causa del COVID-19. La distribución del filme quedaba ahora en manos de la red, en manos de Netflix.

No sabían dónde se estaban metiendo.

En sus siempre pigmentados fotogramas, cálidos y fríos, fríos y cálidos, Komasa nos enseña que no se odia de la misma manera en 2011 que en 2020.
 
 

Partiendo de Suicide Room –película con la cual The Hater posee claras similitudes y de la que es prácticamente un spin off–, el odio en un mundo que se percibe a sí mismo con mayor estabilidad es más templado. La naturaleza persiste en su maquinaria y permanece impasible ante sus tristes, a los cuales destierra a una vida de medicamentos y de encierro.

Ahora, sin embargo, cuando el confinamiento es general, la locura echa raíces hasta convertirse en lo lógico. A medida que más pantallas de ordenador iluminan la oscuridad de la noche, la soledad acompaña a la mayoría.

Sabedor de esta esencia íntima del dolor, en The Hater vemos un cine de fin de época muy diferente a los demás.

Aunque se recupera ese elemento de clase cada vez más habitual en el cine comercial –Parásitos (2019) o Shoplifters (2018)– hay poca o ninguna idealización al fin del capitalismo. Komasa –quizá por haber nacido en el primer país en transitar voluntariamente del comunismo a la democracia– sabe lo inválido del esquema del limpio trabajador oprimido por el malvado empresario; antes prefiere preguntarse el porqué de la amargura en el corazón de ambos.

Junto a este enfoque tan cristiano del asunto, existen otros elementos que permiten pensar que esta improvisada colaboración entre el cine polaco y Netflix puede suscitar algún tipo de grieta en esta última plataforma, que tan acostumbrados nos tiene al seguimiento de la agenda del progresismo adinerado.

En The Hater vemos un análisis de las élites europeas como pocas veces se nos muestra en la gran pantalla.

Los padres, al lado de sus vinos afrancesados, sus lofts de lujo y sus sibaríticas piezas de violín, comparten una vaga y muy pobre idea de liberalismo, socialismo y tonto europeísmo para con una sociedad cuyo olor en el metro no soportan.

La película recuerda la manera tan sagaz en que tanto Tólstoi como Dostoyevski parodiaban una caduca aristocracia rusa, que pregonaba el socialismo utópico en los escritos de la noche, mientras practicaba el feudalismo zarista a plena luz del día.

En el contexto polaco, la paradoja es especialmente dolorosa, en tanto que el dinero “pijoprogre” de los padres proviene del colaboracionismo de los abuelos con un aparato represor estalinista, radicalización del “bienintencionado” socialismo de los bisabuelos.



 

Con los hijos… Con los hijos ya es otra historia.

No estamos hablando solamente de esos privilegiados que van con el número del abogado de papá escrito en el brazo.

Tampoco hablamos de esos chavales que malgastan el dinero de sus familias en estudios que no les interesan y que nunca han prometido terminar.

No todos alquilan apartamentos caros en el centro para luego robarle la maría a los compas del piso.

No todos son pulgares arriba para el directo, preparando la última receta con queso veggie y gluten free.

No todos los días se ejercitan los glúteos delante de Instagram.

Es en el alma de los jóvenes donde el filme deja ver su lado más amargo. Reflexionando sobre el influjo de Internet y la fugacidad de las redes sociales en esa carrera por la conquista de las aspiraciones, The Hater nos dice que a medida que alcanzamos más fácil los deseos, más difícil se vuelve desear.

El final de la Unión Europea será transmitido por Netflix. También ella se hará eco de que, quizá más pronto que tarde, la Oda a la Alegría será devorada por el odio de sus fantasmas.

En ese himno beethoveniano hay tanto de prerromanticismo que resulta imposible sentir alegría antes que una brisa similar a la del vértigo premonitorio.

Demasiada historia a las espaldas de esta península cristiana de Eurasia.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=wpTrCQGLu4o

 



 

jueves, 27 de agosto de 2020

«She Dies Tomorrow» (2020): terror optimista y terror pesimista

Ha habido poco tiempo para pensar en cine este año.

Con festivales cinematográficos suspendidos mundialmente y un hundimiento billonario de la industria, el 2020 en sí mismo ha sido una película. De la pantalla que lo proyectaba todos hemos querido apartar la mirada en algún momento.

Algo parecido ocurre con She Dies Tomorrow (Amy Seimetz): lo último en el cine de terror.

En medio de estos tiempos, la cinta de Seimetz ha tenido el privilegio de ver la luz entre tantísimos proyectos abortados, fue estrenada hace tan solo dos semanas.

El resultado ha sido, sin embargo, el aborto en sí mismo.

Ruego que no se me malinterprete: la película no es mala, sino que es algo similar a la definición de un tan doloroso proceso en todos los sentidos. Pocos filmes albergan dentro de sí una posición tan antinatalista.

Pero el cáncer del pesimismo en el arte no es nuevo. Desde los textos de Teognis hasta los tragos de Bukowski, pasando por eso que llamamos Francia, muchos han sido los yonquis que se han drogado con esta actitud. Se convencían de esta manera de estar dando lugar a la combinación perfecta entre belleza y esterilidad.

¿Así que por qué hablamos hoy de She Dies Tomorrow?



Lo hacemos porque, desgraciadamente, pocas películas han estado tan a la altura de nuestros días. Veámoslo.

Amy, una joven en medio de sus treinta, se levanta una mañana con el convencimiento de que morirá al día siguiente.

“I am going to die tomorrow”.

Aterrada, recurre a sus seres queridos, queriendo pasar con ellos lo que entiende que son sus últimos momentos con vida.

“I am going to die tomorrow”.

Estos consideran inicialmente que se trata de un episodio de ansiedad, pero pronto descubren que padece de una muy contagiosa enfermedad que conduce a sufrir del mismo pensamiento a todos los que se le acercan.

“I am going to die tomorrow”.

El factor epidémico en la historia permite, sin duda, una fácil identificación con una actualidad que hacía mucho que no estaba así de triste. La razón de la amargura no es ya el propio mundo como tal, sino la escasa capacidad de sus protagonistas para imaginar uno diferente.

La pandemia de COVID-19 no ha sido sino otro ejemplo más de un despertar de la negatividad en el mundo artístico en momentos de malestar colectivo.

La peste negra terminó con más de la mitad de la población de Europa. El silencio que expandió por las verdes praderas del continente fue elocuente. De entre todos los sepulcros, la Danza macabra. El Papa, el Emperador, el Obispo, el Sacristán y el Labrador danzaban todos juntos alrededor de la Muerte; todos ellos distintos ríos hacia el mar, que era el morir.


Cuadro de Las edades y la Muerte, de Hans Baldung


La gripe española de 1918, ayudada por las trincheras de una extensa guerra mundial, exterminó al 1% de la población planetaria. El desencantamiento del mundo fue tal que una muy convencida camarilla de vanguardistas abogó por expulsar para siempre al ser humano de la creación artística. La crítica a las luces de la Academia y la obsesión por la forma no fueron sino caballos de Troya de una deshumanización maldita y de un pesimismo militante.

¿Qué llevó a la diversa paleta de colores de la Impresión a convertirse en el envolvente negro de la Expresión? ¿Habrá sido acaso el rojo de la sangre?

A ninguno se nos escapa lo mucho que han cambiado las cosas entre 1348 y 2020. Lo que a veces no ha tenido tanta atención como merece es el cambio acontecido en nuestras pesadillas y, más aún, en el origen de estas.

El terror, tan antiguo como el miedo, es sin lugar a dudas uno de los géneros más complejos; maleable a la vez que profundo. Puede envejecer muy mal, y a veces llegar a confundirse con la comedia o el blockbuster. Pese a todo, entenderlo es sinónimo de entender a la sociedad. ¿Qué más humano pues que el temor y que el temblor?



En tiempos de Carlomagno, ciñéndose la oscuridad sobre la aldea y dado el toque de queda, el mal acecha en la noche. Una joven sale en mitad de una lóbrega sombra a buscar agua en el pozo.

De las chimeneas hace mucho que dejó de brotar humo y a lo lejos se sienten ya las voces de los ancestros. El reflejo metálico en la cruz de la capilla abraza el frío de la luna solitaria.

De entre los arbustos vislumbra algo entre un cerdo y un perro. El sonido de las hojas estima, sin embargo, la grandeza de esta criatura. Su carcajada la convence de su humanidad. Finalmente, los ojos enrojecidos se abalanzan contra ella. Cae al suelo.

De pronto, una cegadora luz quema las córneas del demonio. El fuego del Señor, cuya chispa brota de un corazón limpio, protegido por el crucifijo, espanta al engendro. La piel se le llena de callos; vuelve a la oscuridad.

Al terror le es contrapuesto el convencimiento de un alma pura, de un alma en paz. La confianza en la bondad de Dios no es sino la creencia en lo positivo del ser humano que recorre su recto camino: la confianza en uno mismo.

El miedo, una vez entendido como tentación, es transformado en ansiedad y luego en histeria. Revelado como un bicho con el rabo entre las piernas, pegarle una patada en el culo es cosa hasta de chiquillos.

¿Quién negará entonces el profundo carácter humanista del terror medieval?

¿Será posible que encontremos la llama más brillante de confianza y de amor entre lo más oscuro de la mal llamada Edad Oscura?

Para un terror amigo de la gloria, véase la obra Häxan, de Benjamin Christensen.


Fotograma de Häxan


Pero fuimos alejando a Dios de nuestras vidas.

A medida que, por culpa de Galileo, descubríamos que no éramos el centro del universo, el ser humano se convertía en un conjunto primero de células y luego de átomos. Meras piezas en un conjunto mucho mayor, vendido como descifrable, pero que nunca terminamos de comprender.

De esta forma comenzaron nuestros conflictos con la naturaleza, la ciencia y posteriormente con la tecnología (dando lugar a la ciencia ficción, que no dejó nunca de ser un subgénero de nuestro terror al futuro), esta vez sin el cobijo de la identidad personal. La obra Frankenstein, de Mary Shelley, y la bibliografía de H.G. Wells podrían ser ejemplos muy claros de esto.


Portada de Frankenstein, de Mary Shelley


Portada de Solaris, de Stanislaw Lem


La propia vida y muerte eran ya conceptos cuestionables. Mirar a través de un microscopio era ahora también mirar hacia dentro de uno mismo. El cristianismo agonizaba lentamente y el nihilismo se iba fortaleciendo; tener miedo iba cada vez menos unido a ser capaz de superar ese miedo. Las estructuras celulares formaron una mano ensangrentada.

El mazazo final lo dio probablemente Freud junto con el resto de maestros de la sospecha de la razón humana. Del subconsciente aparecieron los más profundos horrores, que no trajeron más que calamidades a la humanidad.

El alma, antiguo elemento conciliador del corazón asustado, luz de la templanza y reafirmación del yo, era ahora el problema.

Así llegamos hasta 2020 y hasta Amy Seimetz con su She Dies Tomorrow, cuando el ser humano se encuentra en el peor estado para enfrentarse al mundo a su alrededor, cuando menos capacidad posee para enfrentarse a sus propios miedos.

Pero, Amy, como hombre de mi época que soy, desconfío de los que están preparados para morir. ¡Y más aún si son ateos!

She Dies Tomorrow, obra artística cumbre que relaciona unívocamente la modernidad y la ideología de género con el terror pesimista, es tan solo un bache en el alma a ser superado. Ni siquiera es un cáncer como dije antes, sino más bien un quiste a ser extirpado.

¡El terror es movimiento! ¡El terror es dinamismo! ¡El terror es oportunidad!

El terror es libertad.

Y cuando llega la hora de la Danza de la Muerte, ¿puede alguien no sentirse más que arriba entre los pentagramas de Saint-Saëns?


¿No entiendes acaso, Amy, que el terror no es paralizante?

Cuando lo es no es terror, es cine para los muertos; es maldad. Y eso está tan visto que es aburrido.

TRÁILER: https://www.youtube.com/watch?v=NyIamGRvqAk