2. Las palabras que pronunció Cristóbal Colón al pisar por primera vez suelo cubano resultaron no solamente célebres, sino legendarias.
“Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto” aseveraba el navegante el 28 de octubre de 1492, día en que llegó a la isla.
Menos conocido resultó, sin embargo, el mensaje con que los aborígenes taínos recibieron a las barcas españolas.
Previo a su desembarco en Cuba, Colón había arribado al islote de San Salvador, en las actuales Bahamas, el día 12 de ese mismo mes de octubre. Allí, los indígenas que lo acogieron le señalaron al oeste, guiándolo hacia el lugar en el que ahora finalmente se encontraba. No dejaban de repetir la misma palabra: “cubanacán”.
Este vocablo del antiguo idioma de los taínos, a día de hoy extinto, significaba algo semejable a “posición central”.
Según apuntan los estudios, para los pueblos originarios del Caribe, Cuba, cuyo nombre procede de aquel término, suponía el centro del universo.
¡Vaya sorpresa estaba por llevarse Galileo!
En realidad hay algo de verdad en esta afirmación cuando uno mira de cerca la historia de la mayor de las Antillas. Ya desde los textos del prócer independentista José Martí, uno puede empezar a percibir una cierta universalidad cubana, liberal y masónica, llamada a sustituir y superar el caduco ecumenismo católico español. La consecución física de este planteamiento teórico se daría tras la Revolución, cuando millones de cubanos huyeron en diáspora y se regaron por todos los países y culturas del globo.
El propio Benedicto XVI en su visita a Cuba de marzo de 2012, uno de sus últimos viajes oficiales como pontífice, le reconoció a aquella tierra “haber tenido siempre halos de centro del mundo”. La universalidad madre saludaba a la hija.
Pero lo más probable es que ni Benedicto, ni Martí, ni menos aún los nativos antillanos, hayan visto La obra del siglo (2015), de Carlos Quintela.
Lo cierto es que es duro descubrir que uno es alguien del montón cuando te han enseñado toda la vida que eras el más especial. Pensemos en un niño de 5 años, hijo único y mimado en casa por padres y abuelos, a la hora de entrar por primera vez en la escuela y advertir que es tan sólo uno más en la jauría.
Podríamos decir que algo parecido ocurre con Cuba y los cubanos, pero eso sería entrar en el espinoso tema de siempre, con la ardua tarea por delante de desmontar unos cuantos mitos sobre la Revolución.
Refugiémonos mejor en la calma y el silencio que otorga el desconocimiento casi general sobre un viejo proyecto inacabado, comenzado allá por la década de 1970.
Había una vez un gobierno castrista que para 1976 había agotado prácticamente en su totalidad las reservas financieras anteriores a 1959. Por si fuera poco, el país se encontraba inmerso en conflictos de guerrillas por los cinco continentes, además de en una guerra a gran escala en Angola. La dependencia energética del crudo soviético era cada vez más alarmante y la economía cubana podía venirse completamente abajo de ocurrir un mínimo cambio en la URSS –¡ay, qué fácil es leer la historia hacia atrás!–.
Fue entonces cuando Castro firmó con Leonid Brézhnev un acuerdo por el que la Unión Soviética se comprometía a ayudar en la construcción de doce reactores nucleares a lo largo de toda la isla. Aunque el número original se acabó reduciendo a dos, Cuba esperaba aun así alcanzar su tan ansiado autoabastecimiento. La planta nuclear de Juraguá, así nombrada por el municipio de su localización, iba a satisfacer aproximadamente el 30% de la demanda eléctrica nacional.
Las obras de la planta comenzaron a principios de la década de los 80 y junto a ellas la de la ciudad planificada –estilo Prípiat– que albergaría a los ingenieros atómicos y sus familias: la Ciudad Electro-Nuclear (CEN). La construcción de la Obra del Siglo, como fue denominada por la propaganda gubernamental, contó con la supervisión personal del hijo mayor del dictador, Fidel Castro Díaz-Balart –Fidelito–.
Contrario a lo que se cree, el accidente nuclear de Chernóbil en 1986, con cuyos reactores la central cubana compartía claros defectos, no detuvo en lo más mínimo el progreso de las obras, que siguieron adelante. Solamente el hundimiento de la URSS y el colapso económico de la isla –90% de las exportaciones perdidas en sólo un año– llevaron a que se cancelasen todos los planes de finalizar la instalación.
Ante semejante bochorno, Castro seleccionó a Fidelito como cabeza de turco de todos los contratiempos. Humilló públicamente a su hijo ante el Consejo de Estado, acusándolo de “no haber dado la talla” y lo despojó de todos sus cargos en el proyecto en 1992. Tras años en la sombra (de su padre) y de lucha contra la depresión, Fidelito terminó por suicidarse.
Pero quedaron los miles de arquitectos, ingenieros y constructores que habían venido de cada rincón del país a trabajar en la Ciudad Nuclear. La película La obra del siglo está dedicada a ellos.
Aunque el sol sale todos los días de punta a punta, el calor que se respira es más bien grisáceo, como el de una nublazón permanente y atosigante. Las generaciones que allí conviven atrapadas se acusan entre sí de la decadencia que a todas rodea. El edificio del reactor abandonado, gigantesco y brutalista, les habla todos los días desde no tan lejos. Aunque su voz retumba en gravedad por su tamaño, el tono es más bien el de un susurro, lo suficientemente tenue como para que la muerte del espíritu revolucionario sea lenta y dolorosa.
“Me quedé con ganas de tocar tu voz” creo recordar que cantaba Vicente Rojas, pero no pude encontrarlo en Spotify.
La obra del siglo, que cuenta con excelentísimas imágenes de archivo, es la crónica de miles de vidas desperdiciadas y obligadas a aplaudir por ello –sigo hablando de La obra del siglo–.
La cinta comienza con grabaciones en tono optimista de decenas de obreros de la construcción cargando en grúas las punteras turbinas provenientes de la Unión Soviética, lo último en tecnología socialista. “Los trabajadores de la Ciudad Electro-Nuclear”, anuncian a cámara con cierta rigidez, “somos una única familia”.
Pero el tiempo avanza y se van descosiendo las soldaduras del acero. El film termina con un vídeo de archivo de 1996, en plena depresión económica, en el que los habitantes de la CEN son obligados a realizar trabajos voluntarios en la siembra del coco. Como si hablásemos de un microcosmos en el que el tiempo no transcurre de forma lineal, el grupo de sembradores desciende al feudalismo con el cadáver del reactor nuclear a sus espaldas. Detrás de ellos el pasado, que es el futuro.
Con la Obra del Siglo, Cuba quedó embarazada de una pequeña criatura que creció para ser exactamente lo que había aprendido de su madre: un disgusto.
“Haremos de cada derrota un triunfo” solía repetir Fidel Castro, el padre, durante esos horribles años 90, que sucedieron a la caída del muro de Berlín. Algunos han visto en estas palabras una muestra más de su cinismo, pero yo soy de la opinión de que en esto tenía razón. Al fin y al cabo, las leyes de la lógica nos aseguran que el fracaso de un fracaso es una victoria.